lunes, 29 de diciembre de 2014

Decímelo más despacio, por favor.

En el consultorio había sólo dos sillas aparte de la del doctor. Como estábamos mi mamá, mi hermana y yo, me quedé parado. Además, cuando me inquieto prefiero estar parado.

Fuimos a recibir una noticia “no tan mala” esa tarde, casi preparados –si es que se puede- para un diagnóstico complejo pero no grave. Al menos eso supusimos por lo que nos habían dicho los últimos días.

El médico nos saludó y nos invitó a sentar (vi que tenia una cafetera Nespresso detrás de su escritorio, pero no nos ofreció nada. Imaginé que eran para su consumo personal o para pacientes que no fueran a consultarlo por obra social).

Lo primero que dijo fue algo así como “...voy a ser concreto, sin preámbulos. Su mamá tiene cáncer. De pulmón. No se puede operar…” Hay momentos en los que el mundo literalmente se detiene, se congela. Ese fue uno sin dudas.

“Decímelo más despacio, por favor” le contesté, y no tardé mucho en quebrarme. Mi hermana y mi mamá no me veían porque estaban sentadas, pero yo ahí detrás empecé a llorar. Nos habló un rato más sobre tratamientos, mejoras, futuros inciertos y nos fuimos. Consternados. Helados. Mi hermana abrazaba a mi mamá y yo iba atrás o adelante de ellas (no recuerdo con exactitud) llorando sin parar. Una de esas historias que uno escucha de otros o lee, de repente llegaba a nuestra familia.

No hay novedad en que tratar con la posible muerte de un ser querido es todo un tema. Y yo soy bastante llorón. Extemporáneamente llorón.


Ostento dos récords mundiales extraños. Nadie lloró más en su Bar Mitzvá que yo y nadie lloró más en el Bar Mitzvá de su hijo que yo. Está todo documentado y paso a explicar.

El viernes a la noche de mi ceremonia, mis padres se agarraron a piñas (así como lo digo) a la salida del templo. Delante mío, delante de mis amigos. Mi mamá, creo recordar, saltó los escalones del templo de Camargo y se le fue encima a mi papá a los gritos (deduzco que fue porque mi papá apareció con su pareja nueva). Esa noche habré estado llorando desde las 22:00 hasta las 04:00. Sin parar. Era mi noche y estos hijos de puta me la estaban cagando. Sobre todo mi vieja con su reacción de loca. Deseé que el sábado no fuese a mi fiesta. Lo confieso. El sólo pensar que podía montar una escena similar ahí me hacía mucho daño. Me daba terror. Hablamos largo y le dije claramente que si no se sentía preparada, no fuese. Fue igual y por suerte no pasó nada. Excepto el daño que ya estaba hecho.

El jueves del Bar Mitzvá de mi hijo en la ceremonia de la mañana, el Rabino empezó a hablar y yo a llorar. Al límite del papelón. Él hablaba, yo lloraba. Éramos a lo sumo 50 personas en una sala pequeña. Hizo alusión a algo cabalístico referido a las lágrimas, pero yo no escuchaba con claridad. Sólo lloraba. Fuerte.

Garantizo que nadie tiene este récord.


Mi mamá parecía que mejoraba, pero hace tres meses tuvo dos ACV al hilo. Está en su casa postrada.


Hace casi dos meses estaba jugando al fútbol como todos los sábados y vi pasar la ambulancia por la calle que linda con la cancha. Iba rápido. Cuando las ambulancias van rápido, algo pasó.

A los diez minutos, un amigo que estaba afuera me grita con la cara tensísima y me pide que por favor salga. Imaginé automáticamente lo peor, la fórmula ambulancia + amigo que me llama serio y apurado… Mis hijos estaban en sus actividades por ahí.

Corrí hacia él gritándole “no, Negro, por favor, no”. Automáticamente y sin que yo le dijera más nada respondió “Tranquilo, no son los chicos”.

“Decímelo más despacio, por favor” le respondí, “…no son los chicos, pero es Silvia, la mamá de tu hermana, se desmayó y la llevan al Austral, no se veía bien…”
Lo confieso. Que nada le pasara a mis hijos hizo que la sangre me volviera al cuerpo. Otra vez, la vida, el mundo, se me congeló por un instante. Pensé en mi hermana.

En el mismo momento lo llamaron a mi papá por teléfono. Le dijeron que Silvia se había desmayado y él entendió que era yo, Sebi. Cosas de mensajes telefónicos. Tardó algo así como 3 minutos en volver a sí hasta que entendió que no era yo sino Silvia. Supongo que le habrá pasado lo mismo que a mí.

Quise llamar a mi hermana y fundirme con ella, pero me aconsejaron que esperara a que llegara.

De ahí, todos al Hospital Austral y más tristeza para repartir.


Amo a mis hermanas. Obvio, como cualquiera. Pero nosotros tuvimos que construir nuestra relación nosotros, con nuestras manos. Vivimos poco y nada juntos, nos conocimos de grandes. Las adoro. Son mágicas.

Ayer Juli me contó que su mamá mejora y ahora “ya usa pañales”. Mi mamá, que está en este momento postrada, también usa pañales. Parece mentira, ¿no? Pero es real. Compartimos el mismo padre, no la misma madre. Y las dos están usando pañales, al mismo tiempo, con la nada y el todo que eso dice. La vida nos hizo más hermanos que nunca.


Yo sé que soy el mayor, el que armó su familia, el que trabaja a destajo, el que trata de organizar, sostener y contener. Por no soy ningún superhéroe y por momentos me retuerzo de dolor. Como el junco, que se dobla pero no se rompe.


Ostento el récord que les comenté. No todos tienen un récord, y últimamente cada vez que me vienen a decir algo, respondo “decímelo más despacio, por favor”.



jueves, 18 de diciembre de 2014

"Todo lo que no quiero para Navidad"

Hoy estuve esperando el colectivo casi media hora. Todo ese tiempo me lo patiné mirando a un chico de veintipocos o menos, sentado, hecho bolita, en puerta de un edificio. Inventé que pensaba esto:

“Para Navidad quiero una novia hermosa. Una que no pueda reírse sin hacer un escándalo, que haya usado cartuchera de lata en la primaria, que salga sin corpiño sabiendo que la van a mirar. Y que le guste. Quiero lidiar con el problema de hombres buscones. Y que me elija la ropa. Por eso no quiero ropa.
Buscarle el parecido con alguna estrella de Hollywood. No encontrarlo. Que no sea canchera, que no le diga ‘laburo’ al trabajo ni ‘vieja’ a su mamá. Que no entienda los chistes a tiempo. Flaca, alta, amiga de mis amigos, de los suyos, más cómoda de día que de noche.
Quiero una novia a la que no le pueda terminar de demostrar nunca lo loco que estoy por ella para que no se espante. Que me diga ‘te amo’ pocas veces. Cuando le compro caramelos, por ejemplo, o cuando soy yo el que se para a apagar la luz. Las suficientes. Que no le moleste no saber. Que pregunte.
Que sea tan hermosa que mirarla duela. Que se emocione de más y con poco. Que sepa contar historias. Por eso no quiero un libro.
Fanática de las hamburguesas y la ensalada de tomate, lechuga y cebolla. Que, de poder elegir, elija estar parada a sentada. Que guiñe un sólo ojo y con dificultad. Que se toque mucho el pelo. Una novia que no se coma las uñas pero tampoco se las pinte seguido. De la banda del invierno. Por eso no quiero un ventilador de pie. Tampoco una malla.
Además, quiero que le guste coger pero no necesite hablar ni hacer chistes al respecto. Que le guste entre y para nosotros. Que sea algo muy nuestro.
Que sepa tomar pero no fumar. Que cuando se fastidie prefiera dormirlo que llorarlo. Por eso no quiero un pañuelo refinado, de varón.
Que me haga falta días enteros. Que me dé tiempo de extrañarla. Que viva en un eterno querer aprender piano o guitarra y nunca lo haga.
Una novia de esas que la gente piensa que no hay, que no existen, o que están ‘tomadas’; pero que seguro haya cientos y quizá ella está sola y esperando a que se hagan las 12 para pasar Navidad juntos. Una novia hermosa, bah.”

Cuando me subí, mientras me hacía lugar al fondo, ví que se abría la puerta del edificio. El chico se dio vuelta. Yo me fui.

jueves, 11 de diciembre de 2014

Hoy, hasta ahora.

El médico tardó en llegar.

Hoy movió un poco el brazo izquierdo y la boca, le pregunté algunas cosas y me hizo de vuelta "sí" con la cabeza varias veces. Eso por un rato, después me parece que se quedó dormida. Cuando llegó, el médico me dijo que es normal, que 
al principio tienen períodos "activos" cortos y más largos los de agotamiento, que después se va revirtiendo. No abrió los ojos esta vez. Cuando le daba besitos o le acariciaba la cabeza como que se movía un poco más. La pasaron a la habitación 10. También me dijo que los estudios siguen saliendo limpios, mismo la tomografía, que no apareció ninguna complicación nueva y que sigue respirando bien sola así que estaría lista para trasladar.

Le conté varias cosas. Que la abuela me hizo un pastel de papa pero hacen un millón de grados y no lo puedo comer, que Eme y José se fueron de viaje, que estoy con bastante trabajo, que la semana que viene se recibe Martu, que el martes fui a comer a lo de Seba y nos sacamos una foto muuuy linda que tengo en la billetera y que le compré un aceite de oliva al novio de Pepe que a ella le encantaría. De la foto también le dije que seguro me va a pedir una copia. "Franco está hecho un señor" le conté. También que el viernes tengo la comida de fin de año con los del trabajo y que la semana que viene toca Juan.

Antes de irme, le dije "Bueno, ma, paso el finde. Sabés que te amo, ¿no?" Asintió y me puse a llorar. Y me fui.

Manejar en autopista con música me gusta mucho. Viajé escuchando la lista de "En la ducha" a pesar de no estarlo porque hace mucho que no. 
(Que no la escucho, no que no me ducho.)

Apareció Richard Cheese y me acordé de cuando, a los dieciocho o por ahí, fui a preguntar a la barra del bar qué estaba sonando. Al día siguiente me bajé seis o siete temas del Ares. Después presté atención a "If I stopped lying I'd just disappoint you" de Come Undone y pensé en que posta. Que re pasa. Ahí se me cortó la inspiración con una publicidad del nuevo tema de Coti y sentí "me urge escribir", e inmediatamente "qué sensación insoportable". Pero insoportable como la usan Juan y sus amigos. Cuando ven a una chica hermosísima en el tren, por ejemplo. Insoportable de tener cerca, de mirar. De sentir.

Me molesta que Coti diga Spotifái. Acentuado así, ahí. Como si lo dijera en guaraní, no sé.

Pasé un tema de Roxette y dejé Cómo Mata el Viento Norte, que la cantaron mis amigos en el interhouse musical hace un par de años.

Cuando estacioné el auto en casa ya estaba tranquila. Ahora escribo en una nota del celular desde el vagón. Estamos casi todos sentados.

-

Acabo de llegar al trabajo. Todavía no almorcé.

Extraño todo lo que repasé hoy, hasta ahora.

Publicar.




miércoles, 3 de diciembre de 2014

Sobre deseos.

Cuando paso por debajo de un puente y me atraviesa un tren,
cuando veo un avión,
cuando cumplo otra vuelta al sol y soplo velitas,
cuando juego con pestañas propias o ajenas que se salieron.
Hasta los diez, que mis papás se vuelvan a juntar.
Después, que me dé bola Gonzalo.
Que me dé bola Lucho.
Que me dé bola Tomás.
Que alguien me dé bola.
Recibirme.
Que mi tío se recupere.
Que la gente que quiero sea feliz.
Mudarme sola.

Que mi mamá me vuelva a mirar,
a sonreír,
a asfixiar de amor,
a cocinar.

Concebir (a) la muerte como un alivio,
un descanso.
Desenterrar el miedo.

Que lo único que me atrevo a nombrar como ‘natural’, sea.
Con el horror que arrastro al pensarlo.
Con la vergüenza que me invade escribirlo.

Que si realmente creyera en desear,
me atrevería a convivir con la culpa.

Nadie merece ese cambio de planes.
El ciclo invertido.
No, interrumpido.

Que mi abuela se vaya antes que mi mamá.
Y que pueda seguir deséandolo miles de aviones más.
Hasta que se me caigan casi todas las pestañas.
Hasta estar mareada de tanto girar.

lunes, 17 de noviembre de 2014

Analogías: descreo de los baños de inmersión.

Me quise bañar en la bañera y no entraba. La llené de todas formas, pensando en que podría alternar, bajo el agua, piernas y torso con hombros y cabeza. Hice todo lo que supuestamente debía: tiré gel de baño, sales, puse música e intenté relajarme. Me acosté, mojé un poco el piso, saqué el tapón veinte segundos, lo devolví y apoyé la cabeza en el borde.

Descansé con los ojos cerrados un rato, sin enjabonarme, sin casi moverme. Después, tomé aire y me metí. Fue algo divertido sentir las burbujas que llegaban a superficie y morían. Escuché todo aumentado. El teléfono, al vecino, los dedos de mis pies moviéndose. Todo. Hasta que me molestó un poco. Volví.

Las onomatopeyas eran otras, no las ideales. El agua no sonaba, al moverse/me, como en las películas.

Vi que se tornaba gris. Las sales se me estaban clavando en el cuerpo. Mi suciedad impregnaba el agua limpia y la suciedad de la misma ba
ñera se desprendía ensuciándome a mí. El olor se había ido y la temperatura iba subiendo a tibia de a poquito. 

La sensación, la fantasía de nuevo se teñía de mugre. Mi parte superior tenía frío y el pelo no terminaba de estar mojado por completo jamás. Me incomodé. Me acomodé. Me volví a incomodar.

Me paré a ponerme shampoo y me vi en el espejo. Parecía aceitosa, como untada con manteca o alguna forma de grasa menos feliz. Volví a acostarme, esta vez cabeza adentro y piernas apoyadas en las canillas. Pensé de más.

Tuve la opción de deshacerme de esa piel contaminada, muerta y, en cambio, elegí sumergirme en ella. Además, había crecido. Ya no era para mí. Quizá me zambullí sabiendo que, por más atractivo y renovador que pareciera, sería la misma mugre, sería fregarme pasado con olor a nuevo.


Salí a medio lavar, con algunos parches de limpieza y otro tanto de tensión cervical, pensando en que fue mi culpa por meterme en donde no cabía y en que nunca es bueno volver con un ex.

martes, 28 de octubre de 2014

Colección.

De todas las veces que sentí que moría por dentro pero intenté seguir creyendo en el amor, esa fue la más difícil.

Había habido catorce varones. De cada uno adopté y heredé cosas. Tengo un discman roto, algún desliz de dequeísmo, seis o siete libros que jamás devolveré y buzos talle enorme para usar en casa, de esos que a una la hacen sentir estrella de cine. Mis preferidas, sin embargo, son el tratamiento en femenino a Buenos Aires, una foto de París de noche, la forma de doblar la toalla de manos (un tercio y un tercio en vez de al medio) y esa idea de que los ochenta fueron la década en que ser careta no era careta. También perdí tantas otras. Discos, una cámara de fotos, una bata, la costumbre de ponerle garrapiñadas a la ensalada y mi peso ideal.


El cuarto de Martín era un péndulo entre la adultez y las milanesas de su mamá. Azul y gris, con estantes llenos de libros de economía y figuras de acción, un póster recortado de alguna revista que leía "La Vuelta a Boedo", dos mesitas de luz y, en el último rincón, apoyada boca abajo, una vuvuzela. Nos enamoramos al par de horas. Es muy complicado (por lo menos para mí) no sentirse así cuando el momento con la otra persona parece un viaje en taxi a la noche, por la ciudad. Con ese vapor subiendo por la ventana y las luces que van pasando. Alguna canción vieja pero no tan, esa quizá. Dos horas con Martín y yo ya quería no bajarme nunca.

Planeábamos mudarnos juntos, tener un gran danés, apostar quién cocinaba cada noche de la semana, disfrutar de un balcón espacioso y coger siempre que quisiéramos. Lo hacíamos muy bien, como en esas relaciones frescas de algunas semanas; sólo que con años. “Las paredes blancas, mi amor. Las de toda la casa. Ningún azul o rojo o gris” y cosas del estilo nos decíamos (le decía) antes de dormir.

Estuvimos mucho tiempo en ese cuarto. A veces hasta nos filmamos con su computadora. Nada muy pasado ni pesado, más bien un reality de bajo presupuesto. Un jueves, por ejemplo, me sacó una foto leyendo en bombacha. Un martes fumamos hasta no poder hablar. Bueno, varios. Un lunes me mordió el culo y me dejó un moretón. Ese sábado hicimos limpieza general, tiramos sus camisas de manga corta y Contabilidad I y II. Tiramos también el discman. Lo fui a buscar.

Un domingo lloré mucho sin razón aparente.

“Debe ser el domingo mismo, que le gusta jugar con estas cosas”.

Un viernes me di cuenta de que no lo amaba.

Así, sin haberlo procesado, como si el sentimiento hubiera ido de cero a cien en cinco minutos. Como haber convivido con eso sin saberlo y que ahora me matara, me estuviera por matar.

La culpa de que fuera perfecto y todo lo que jamás había encontrado en uno, dos, catorce varones; de saber que no lo volvería encontrar. La culpa de no sentir lo que se suponía que.

Me senté en su cama y le dije que había algo que quería decirle. Solté, a los tres segundos, un llanto desconsolado que –y no me enorgullece decirlo- me dio algo de ventaja sobre el planteo. Le dije que había algo en mí que se había apagado, que no era querer estar sola sino no querer esa relación. Que a él no tenía nada que “criticarle” (gesticulé las comillas) pero que lo que me venía pasando al mirarlo me había dejado de pasar.

Martín se quedó callado unos diez minutos. Se paró, caminó de lado a lado fregándose los ojos pero sin llorar, se sentó frente a la computadora, borró nuestra carpeta “Gran HerMEHno” y me dijo que había hecho bien en decírselo, que en ese momento tenía muchísima bronca y tristeza abotonada en la garganta y a punto de estallar, pero que “si ya no nos elegimos todo el tiempo, más allá de lo que nos pase de a ratos, no podemos estar juntos.” Hablamos un poco más, yo quería lavar la culpa que sentía por no sentir. Él quería que me fuera.

Me dio mis cosas en una pilita, sin bolsa, puso arriba de todo dos de sus muñequitos y dijo “Espero que se me pase rápido, pero de poder elegir, yo te elegiría siempre. Que seamos felices, y que no duela al pedo”. Cerró la puerta.

Hoy pasó un buen tiempo y lo extraño. Deben ser la lluvia y el insomnio, que les gusta jugar con estas cosas.


Tengo un discman roto, algún desliz de dequeísmo, seis o siete libros que jamás devolveré, la duda de haber arruinado lo mejor que me pasó en la vida y unas Tortugas Ninja de 10cm que me lo recuerdan cada domingo.

jueves, 25 de septiembre de 2014

Mi abuelo.

Era un tipo común, mi abuelo. Comía sanguchitos de miga de huevo, jugaba a la Generala y fantaseaba con socialismos inviables. No me dejó ninguna enseñanza mundana, de esas que hablan del viejo continente o de las muchachas que desembarcaban en el sur. Ninguna poética tampoco, como que el amor sólo no alcanza pero sin amor no hay nada; o que los olores que quedan en las almohadas alquilan ambientes chicos en el alma y hacen lío en horarios indebidos. Son cosas que tuve que aprender por mi cuenta. Sí solía contarme sobre los autos que dejaban en el estacionamiento donde trabajaba. "Una camioneta del tamaño de tu cuarto", "Era tan chiquito que entre las líneas amarillas entraban dos de esos", y demás. Me gustaba escucharlo porque, como descubrí recordando tiempo después, un poco lo entusiasmaba y otro poco exageraba para mí.

Tenía un bigote blanco mullido pero prolijo, las piernas juntas arriba y separadas a la altura de los tobillos como paréntesis invertidos, y un amor por mi abuela que ojalá pudiera explicar.

Se murió poco antes de que yo cumpliera 12. Justo esa noche me había quedado a dormir en la casa de mi papá. Él fue a mi cuarto -supongo que mi mamá lo llamó y le contó las malas nuevas que fue a repetirme, pero- me acarició la cabeza y decidió dejarme, esperar a que sola me despertara. Yo lo escuché entrar, sentí su mano en mi cabeza y, no brillantemente, intuí que.

Es que estaba internado hace ya algunas semanas, y todos venían dándome charlas sobre cómo el abuelo iba a estar en paz, que ahora sufría pero que se le iba a pasar, que a pesar de la tristeza era lo mejor y que me iba a acompañar siempre. Algunos otros mencionaban que era "el ciclo de la vida", y los que entendían que poco y nada había para decir, me abrazaban.

Discúlpeme, señor o señora, si peco de egoísta y apelo a coloquialismos demagogos, pero la muerte ajena es una mierda. Y nada te prepara, nada. Ni las semanas previas en que todos saben cómo va a terminar y que es cuestión de tiempo, ni las charlas sobre el ciclo de la vida. Nada.
Perder a un ser querido se siente como si alguien agarrara una trincheta oxidada y la clavara en lugares que duelen, lugares viejos y lugares que ni sabías que tenías. Músculos, venas, piel, sentimientos. Todo acuchillado. Un amor que escuché hacer 'crack'. Un amor roto. Que nunca nadie iba a poder enmendar. Que nunca volvería a hacer 'click'.

Esa es otra cosa que el abuelo no me enseñó y que averigüé con el paso de la vida, de la suya y de la mía. Además, 12 años. Horrible. No era ni tan chica como para haber construido un vínculo fácilmente olvidable, ni tan grande como para llamarlo una vez cada tanto con algo de compromiso y otro mucho de pedirle que le insista a mi abuela para que me haga su famoso arroz con pollo. A veces pienso en que ojalá hubiera pasado bastante antes, para no tener por qué extrañarlo, a qué aferrarme. Igual, rápidamente me invade la culpa y se me pasa.

Recuerdo que mi mamá me dijo que siempre que encontrara una pluma quería decir que él estaba ahí, cuidándome. Desde ese momento, siempre creo que debería guardar todas las plumas que encuentro por el camino, para exponerlas en mi casamiento, por ejemplo, o pasárselas a mis hijos cuando vea que a alguno le gustan los sanguches de huevo o es chueco al revés. Nunca lo hice. Debo decir, con dolor y vergüenza, que me ganó el cinismo, el escepticismo, el saber que no está en una pluma ni en cinco ni en diez. Básicamente porque ya no está.

En parte, por esto es que le temo tanto a la muerte. No la mía, a la de al lado. Se me retuerce el corazón de sólo imaginar que puedo (volver a) perder a alguien que quiero, sentir ese filo frío, seco y grumoso y tener que buscarlo en cosas. En dados dentro de un vasito, en enseñanzas que no me dejó, en las que sí, en una línea formada por -eventualmente- infinitas anécdotas que conforman un círculo que es el ciclo de la vida. O en una pluma.

Supongo que nos cuesta el doble suprimir algo cotidiano que algo episódico. Algo de todos los días que una sorpresa.


El amor, como no me enseñó, no sabe de méritos y castigos. Pero él lo merecía todo. Era un tipo común, mi abuelo. Y eso me hace extrañarlo aún más.

martes, 26 de agosto de 2014

Me preguntó qué quería que fuéramos y dije “No, gracias”.

Eso no es amor, el amor es otra cosa.
Siempre es otra cosa.
Por eso cuando charlamos, algo nos separa.
Sea aire, centímetros o destino.


“Metió un taco con los ojos en la nuca, ¿viste eso?”
No, no lo vi. No veo ni sé nada de fútbol.
Tenemos que hablar y pensar en qué va a ser de nosotros cuando nos separemos.
Digo, cuando nos superemos.
Porque nunca es puro alivio darse cuenta de que algo ya le pertenece al pasado y no hay mucho que hacer a menos que uno quiera zambullirse a revolver muertos y partes de muertos porque ni siquiera puede recordarlos enteros.

Nunca es puro alivio superar.


Mejor hablemos de fútbol cuando no haya más que decirnos.
Cuando no haya más que sentir.
No pretendo escribir nuestra necrológica.
Más bien nuestra conmemoración. Como el Día de la Bandera pero con un amor cambiante al que nos agotamos de perseguir, o al que no conseguimos adaptarnos.


Un día como hoy. De sol y viento.
Deteniéndonos en cada detalle desprolijo de lo que nos pasa.
El amor funambulea fingiendo saber para dónde ir o tirarse.
El odio es un ladrillo gastado que no puedo ni quiero levantar.


“Es que si nos pienso para toda la vida, no lo voy a saber disfrutar.”
Partes del primer amor.
Del primer muerto.
Lo sentía como si el mundo estuviera jugando a la mancha y él, ‘casa’.


Creo que encuentro algo de placer en la agonía.
El momento antes de superar.
Como si una parte de mí se desgarrara pero fuera a desprenderse en los próximos segundos.


Por eso me gusta sufrir mientras mirás fútbol.
Aunque suene autodestructivo.
Porque sé que en cualquier momento me vas a preguntar qué me pasa, a dónde vamos.
Y yo, que habré superado, diré “No, gracias”, entregándote en mano al pasado.


Me preparo así para el próximo amor.
Para el que no quiera olvidar, enterrar.
Aunque eso no es amor.

El amor es otra cosa.

domingo, 10 de agosto de 2014

Etapas II: la complicidad no alcanza.

(Continuación/Respuesta de este)


Contarte que me mudé. Sola, no con Fran (el de las fotos que viste). Cerca de River. Estoy contenta, pensé que me iba a costar mucho, que iba a dormir intranquila todas las noches o que iba a colapsar al primer corte de luz, problema de caños, etc.


Me podés escribir cuando quieras, yo pensé un par de veces en hacerlo pero nunca demasiado como para sentarme e intentarlo o dejar algo en borradores. Con lo de chusmearles a tus amigos cosas vergonzosas mías, me alegran muchísimo los mil huevos que me chupa. Mil, eh, posta. Si querés, contales que me puse a llorar con el video del perrito, o de esa vez que manché fuertísimo las sábanas del hotel en Mendoza porque me había venido (ni dando vuelta el colchón, ¿te acordás?). Me da igual. Tus amigos siempre me parecieron unos giles. Demasiado machos. Hablaban de autos y del mercado inmobiliario y de las películas que ‘había que ver’. A veces, en algunas reuniones, tenía muchas ganas de poner cara de Stephen Hawking y babear todo el sillón para expresar cómo me sentía escuchándolos. Igual, nada, son tus amigos y vos no sos así, por lo menos para mí; y yo no estaba de novia ni vivía con ellos así que qué importa.


Te extrañé mucho mucho tiempo. Pero creo que yo lo pagué de una y vos lo estás pagando en cuotas. Porque no sabés muy bien cómo es es(t)o de sentir, no sabés cómo se hace. Cómo duele ni cómo sana. Como yo con respirar, que hago pausas en las que nada y de repente inhalo todo el aire de la habitación. Nadie, lamentablemente, nos puede enseñar a hacer ninguna de las dos cosas. Esto me hace acordar un poco al cumple de tu viejo, cuando tu tía estaba recién salidita del curso del Arte de Vivir y era de lo único que hablaba. Vos le dijiste que había tirado la guita, yo me reí disimuladamente. Volvimos caminando, haciendo la mímica de cómo le habían enseñado a respirar. Moríamos de risa como borrachos o drogados, y ninguna.


Sobre Franco, estoy muy bien. Es muy distinto a nosotros. No él, la relación digo. Él también igual. Es tranquilo, cariñoso, más salidor. Estoy feliz, por lo menos por ahora. Me despierta siempre con un abrazo, y una o dos noches a la semana me pasa a buscar para ir a tomar una birra o hacer algo juntos. Me gusta, necesitaba el aire. No es la misma complicidad ni la misma conexión, pero bueno. Estoy más relajada con él.


Supongo que vos habrás cogido minas de a dos meses este tiempito. Así te conocí yo. Con X dos meses y pedías el cambio, Z dos meses y cambio, y así. Hasta que nos encontramos.


¿Estás durmiendo mejor? Desde que leí tu mail, cuando me desvelo pienso en vos. No por algo “amoroso”, porque te entiendo. Es una paja porque en la tele no hay nada, no hay energía suficiente para la compu, y pensar así, no haciendo nada más que pensar y que nada pueda interrumpirte, es terrible.


Ah, boludo, te vas a poner contento: ya ni me hablo con Lola. Me hinché las bolas de su pose. Hace cosa de dos meses, un poco menos, quedamos en ir a comer una hamburguesa y de repente cayó con anteojos. O sea, te conozco hace 16 años, DE REPENTE NECESITÁS ANTEOJOS, ¿NO? ¿Y PARA COMER UNA HAMBURGUESA? Me le reí en la cara, pero jodiéndola, por la confianza que nos tenemos. Medio que se calentó. Y de estas historias, varias. Sube fotos en teatros. Me da paja este nuevo personaje. Te cuento porque vos siempre decías que chupaba cositas de la personalidad del resto y se construía. Creo que de mí no tomó nada. Ni que hubiera mucho copiable, qué sé yo, limpiarse los rastros de entre los dientes con pelo. Joda, posta desde que me lo marcaste no lo hago más. Creo.


Me habría gustado tenerte con barba y sin olor a pucho. Y en cuanto a lo otro, no sé si me desenamoré ni en qué puntualmente fallamos. Supongo que yo necesitaba sentir un amor distinto al amor que me dabas pero es un amor que no podés dar, simplemente porque no sos así. Para mí fue muy difícil tomar la decisión, porque me gustás mucho como hombre. Sos inteligente, rápido, sabés de muchas cosas pero no necesitás demostrárselo al mundo en cada huequito que aparece, y sos muy lindo (no sé ahora gordo, pero). Y darle la espalda a todo eso es jugársela a no encontrarlo en ningún otro. También tenés una biblioteca hermosa que es como mi fetiche.


No cambies, no intentes encontrarle la vuelta a sentir. Sos hermoso así, torpe para querer. Aunque tu mail muestra que se te agrietó un poquito la coraza. Y me hizo sonreír mucho, tengo que admitir.
Que yo necesite que me quieran querer todo el tiempo no es problema tuyo. Igual -y corre para los dos- “no hay mal que dure cien años”.

Cuidalo a García. Dale un beso en la manchita de entre los ojos de mi parte y decile que lo quiero mucho, mucho.

domingo, 27 de julio de 2014

Diario de un hombre que pisa los 40.

El mundo es una mierda

Salíamos con diez minutos de sobra y migas de pan jugando a la palestra en nuestros sweaters. Papá se quedaba leyendo el diario, sermoneando a nadie sobre las bondades del radicalismo. Íbamos detrás del 160, parando cada dos cuadras porque mi vieja no sabía el camino a la escuela. Llegábamos y Natalia se bajaba rápido para pasar por el kiosko antes de entrar al aula. Yo intentaba salir y el cinturón me trababa casi todas las veces. Mamá desabrochaba, me daba un beso y seguía viaje.

Después, el día se volvía una mierda. Meses y hasta años de mierda en realidad, como supongo que cada tanto vivimos todos los que, aunque el contexto nos sea favorable, nos permitimos odiar (¿temer?) lo que algunos tildarían de banal. Pero yo era chico, no podía ni pensaba ni quería ni pretendía hacerme cargo de lo asqueroso que era (y es) el mundo. Aparte, en ese momento, eran sólo días. Como inconexos, incapaces de acumularse.

Creo que sobreviví gracias a Julia. Con tal de tenerla cerca un poco más habría ido también sábados y domingos. Qué linda era, por Dios. Había ratos que la miraba y el pensar en ella me distraía de la ella de verdad. Nunca me dio bola, por supuesto. Tampoco me animé a acercarme. Era muy flaco, pálido, con algunos granitos en los polos de la frente y baba involuntaria en las comisuras. Le tenía miedo al muy probable fracaso, entonces prefería mirar y pensar.

Crecí e, iluso, me metí en Letras. Mi vida, no me acuerdo si pensaba que las palabras escritas en libros de hace siglos podían ser una herramienta política de transformación social o si, como me gustaba mucho leer, ‘era lo mío’.

Largué al año y medio y empecé a escribir por mi cuenta, vendiendo boludeces a revistas hasta que pegué una columna en un suplemento cultural. Todos los domingos, entre 600 y 900 palabras sobre miedos. Hablaba de lo que me apresaba a mí. Todas las cosas lindas que pasaron y no conocí, todas las que pasarán y no sé si conoceré. También del miedo al mundo en general. A igualar mis objetivos a los de la sociedad y defraudarnos a todos. Y de cómo convencerse de que el desorden no puede sino aumentar entonces no hay mucho -nada- que hacer.

Hice el CBC de Arquitectura porque algo me interesaba y para contentar a mi vieja. Para que pudiera decirles a sus amigas que el nene estudiaba. Dejé a la segunda semana de primer año.

Me mudé con Laura. Politóloga. Brillante y hermosa. No siempre en ese orden. Los lentes se los sacaba sólo antes de apagar el velador para irse a dormir. Su pelo olía a recién lavado todo el tiempo. Nos amamos y nos dejamos antes de siquiera pensar en tener hijos. Yo, según dijo, soy “un eterno irresuelto, un desinteresado hasta por vos -yo- mismo”. No me defendí porque es verdad.

Su mejor amiga era torta y me acuerdo porque, además de imaginarla con su novia [(Y con Laura) (Y conmigo) (Y con Laura y conmigo)] varias veces, me dilucidó la tonta pero persistente duda de quién paga cuando se sale en una pareja de dos mujeres.

Si bien nunca me recibí seguí leyendo bastante como siempre. Más sobre política e historia novelada desde que murió mi viejo. Entendí por fin qué tanto le veía al radicalismo, pero soy un apático de todo ese mundo. Ya se me pasó la chispita militante. Ahora me parece una boludez de pose más que otra cosa. Aparte, y no quiero atajarme o justificar mi dejadez ciudadana con esto pero, las cosas cambiaron muchísimo.

Seguí escribiendo, no para cambiar el mundo, porque me gusta. No sé si una sola persona puede cambiar todo, todo el mundo. Seamos sinceros, es algo pretencioso y fanfarrón intentarlo.

Hoy creo que leería un libro únicamente de prólogos. Me enamoran. Amo la confirmación tácita de que, cuando levante la vista de esas páginas este va a seguir siendo un lugar muy de mierda pero, mientras tanto, acá estamos. Los prólogos son la suspensión de realidad más realista. Son ficción tan honesta que creés que quizá al robot se le pueda caer una lágrima. Son algo así como mis mañanas de chico, y el resto del día -tiempo-, la historia a contar.

Siempre pienso en si habrá alguna carta de amor perdida en alguna oficina de correo. No para mí, para alguien, no sé. Me inquieta esa idea porque es un amor que pudo haber sido y no, por el que ni siquiera les dieron a elegir. Un casi amor. Como el que pude transpirar cada vez que pensaba “bueno, hoy voy y se lo digo, ya fue” mirando a Julia.

Igual, después hubo varias mujeres. No de Julia. Bah, por supuesto que de Julia. Pero digo de Laura. Con Marina no pudimos, no llegamos nunca a sentir lo que supuestamente se tiene que sentir por el otro. A Luciana le choqué el auto y creo que se agarró de eso para terminar todo. Fue de lo mejor que me cogí en mi vida. Un culo chico pero bien redondito, la panza –el torso- largo y las tetas perfectas. Después estuvo Valeria, de quien me enamoré genuinamente. No me había sentido así desde Laura. Pero no podía ser todo lo cariñoso y comprensivo que ella buscaba así que no caminó. Estuve mucho tiempo pendiente de qué hacía, si se encamaba con alguno de los que le orbitaban mientras estábamos juntos o si conseguía a su galán de ensueño. Finalmente se me pasó y apagué la alerta.  

Ahora me vine al café de la esquina. Hay algo de estar rodeado de extraños pero con un radio de espacio “propio” (por lo menos hasta que pague la cuenta) que me reconforta. A escribir y teorizar sobre escribir lo pienso como el prólogo de haber escrito. El café está aguado y la medialuna blanquita. Lo anoto para después usarlo en alguna pavada que proponga para la revista.

(Suena lindo, qué sé yo.)

(También me pasa que escribir en un café me hace sentir más escritor que hacerlo en casa. En literatura, venir a un café es la versión tibia de tener barba acolchonada y tomar whisky, dos modas que aborrezco.)

Un racconto acotado. Selectivo. Puntual. No sé si se suele hacer. No sé que me habré olvidado. Sí qué intencionalmente dejé afuera. No por represión, soy bastante básico para activar esas cosas. No por negador. Ídem. Porque no hacen a lo que busco.

Me intriga saber qué tan típico es un hombre que puede oler sus cuarentas y lo que tiene no son hijos y dos labradores sino una buena pluma, muchas novelas, tranquilidad –tampoco para tirar al techo- a fin de mes y el mismo nivel de miedo como de desinterés por este mundo de mierda.



(También me gustaría encontrar una carta de amor.)

jueves, 26 de junio de 2014

Me mandaba cartas.

Charlábamos mientras arrancábamos pasto. Qué haríamos cuando termináramos. Sofía dijo que ese año también se llevaría Inglés a marzo “porque hay más tiempo para prepararla”, o algo así, justificó. Yo le conté de mis encuentros con Nicolás, de lo que habíamos hecho. Le conté que sólo me sentía mujer cuando estaba arriba de él, bueno, de él porque hasta entonces era el único. No por él puntualmente. Me dijo, recuerdo, que tenía una clavícula perfecta. Que debía pararme más derecha para que se luciera. Ella tampoco había tenido tantas experiencias, pero sí una relación de 2 años. Y así estuvimos un tiempo. Charlando, de a ratos sobre cosas raras por más comunes que fuéramos. Conociéndonos. También la una a la otra.


“Para vos, ¿Cerati está muerto?” me preguntó. Tardé bastante en reaccionar, como 15 segundos. Demasiado para una conversación en persona. Es que no me pareció una pregunta normal. No se abren así las charlas. 15 segundos, más o menos, y “No sé. Pero ojalá que esté soñando mil cosas diferentes”.


Tenía diecisiete y medio. Es importante lo de ‘y medio’ porque a los dieciocho te aproximás a terminar la secundaria y a querer aprender mucho de vos, mucho más que hasta entonces. Los diecisiete son más moverse con el ganado, con la corriente. Y los diecisiete y medio son, justamente, ese punto en el te permitís mirar para allá, para otro lado, y quizá deambular por ahí, pero no solo.


Sofía era una chica común. La más común que cualquiera pudiera imaginar. Le iba regular en el colegio. Tenía plástica, inglés y geografía bajas crónicamente. El pelo a la altura de los omóplatos, castaño o, según los chicos, marrón claro. Aunque en realidad dependía de la luz. El cuarto diente de arriba, ese último que asoma en la sonrisa, encimado con el tercero. Apenas, pero lo suficiente como para notarlo. No usaba esmalte, se mordía las uñas hasta debilitarlas tanto que no quedara otra que romperlas. Flaquita, un poco de tetas, nada de cola. Improvisaba en los márgenes de las hojas con birome azul y mordía la tapita. En fin, común. Yo, por mi parte, estudiaba mucho, sabía mucho, me iba bien. Nos sentábamos como en diagonal. Su pupitre anteúltimo contra la pared, el mío cuarto en la otra fila. En ese momento yo dibujaba muy bien. Los más grandes venían y me pedían que les dibujara animales, retratos, ciudades, de todo.


Era junio cuando me tocó el hombro para pedirme que le enseñara a hacer la cebra al revés. No al revés al revés, sino desde el hocico hacia “afuera”. Le indiqué cómo, para dónde llevar el lápiz. No le enseñé, igual, no supe cómo. Sólo me acuerdo de dictarle qué debía hacer sin ocuparme de que aprendiera. Me dolían los ovarios como si estuvieran imantados y delante mío hubiera una heladera. Trataba de disimular, traté hasta que me convidó un calmante. Lo puse en mi lengua, generé mucha baba y, forzosamente, tragué. Después me fijé qué andaba pasando en su hoja. La peor interpretación de cebra del mundo. Una burbuja de diálogo rayada y con patas.


Yo le sacaba las manos de la boca cuando se mordía las uñas y ella me clavaba un dedo en la espalda para que me enderezara. Nunca arrancaba las conversaciones con ‘hola’, quizá era eso lo que la hacía más distinta, o, en su caso, menos común. Odiaba a algunos personajes que a mí me resultaban divertidos, los -según ella- “ladrones de la intangibilidad”; “Ese que vivió toda su vida acá pero viaja a Córdoba o España una semana y vuelve con que se le pegó el acento” decía, o “aquel que acusa sangre italiana por el abuelo de su viejo” y, mi favorito, “el que te cuenta que estuvo en Cromañón justo un mes antes de que pasara lo de Callejeros”. Te ponías nerviosa, Sofía. Era muy lindo de ver.


Hacía frío esa noche. “No tiembles” me dijo, bajito, cuando acercaba mi mano a su bretel. Creo que la estaba tocando intermintente, como con la yema titilando. “No hay apuro, nadie nos corre”. Apoyé los labios sobre su hombro que estaba, raramente, caliente y con piel de gallina. Cerré los ojos, y besé. Pensé en Nicolás. Me le tiré encima sin saber cómo continuar. Sin plan B. El polyester entre nosotras se prendería fuego por el roce en algunos segundos, pero Sofía se apuró a deshacerse de cualquier tela que se interpusiera. La garganta se me secaba, las manos transpiraban y algo en el pecho ardía. Bajó mi mano y cerró mi palma (como juntando herméticamente los dedos) apretándola contra ella y soltando. Apretando y soltando. Apretando -cada vez más fuerte- y soltando. Me dejó seguir sin su ayuda mientras suspiraba agitada.


El tiempo había pasado y a Sofía no le importaban los comienzos, pero era amante de los finales abiertos. Los cuentos resbaladizos. Las historias inconclusas. Las oraciones sin punto final


Había logrado enseñarle el trazo. El movimiento y la intensidad de la mano. No eran piezas muy realistas al final, pero tenían ese no sé qué que las hacía encantadoras.


Desde Mendoza me mandaba cartas. No acudimos al mail para no olvidarnos de la pluma de la otra, fuera escrita o dejada al libertinaje que tiempo atrás había vivido en los márgenes de hojas rayadas nº 3. Varias cartas, de hecho, diciendo que estaba estudiando para traductora. Hasta que por fin terminó con su chiste y me contó que había empezado a buscar trabajo porque su papá estaba mejor. Quedaría internado unas semanas más pero habían logrado sacarle casi todo. Me contó de los viajes que estaban planeando juntos por toda Europa, y hasta me invitó a sumarme en Granada para ver “no me acuerdo qué pared que dicen que es increíble”. Le respondí que sí, que me gustaría, pero sabía que se avecinaban meses de muchas maquetas y cortes superficiales en los dedos que alguna vez la tocaron.

Hubo lugares que sus ojos vieron en algunos viajes, donde no dibujó ni pintó nada, sino que escribió y memorizó. Pero en otros tantos, edificios y plazas quedaron inmortalizados en ese trazo tan desprolijo como tentador. Sus pinceladas, sin detalles superfluos, dieron vida a lo que Sofía me contaba a través de sus cartas.


Te extrañaba. Me dolía el pecho de tanto anhelar que estuvieras al lado mío, con tu sonrisa vergonzosa, de lentes y camisón. Mi espalda pedía a gritos un punzón que la irguiera. Sabía que más temprano que tarde dejaríamos de existir como éramos hasta entonces, como habíamos sido. Así que esperé, sentada, entre mates; tratando de entender que a extrañar se aprende controlando el recuerdo que aparece todo el tiempo entre el mundo y nuestros ojos.

lunes, 2 de junio de 2014

Mientras tanto.

Esos últimos meses habíamos estado dispersos.
Los días arrancaban sin nosotros, el tiempo seguía corriendo y nos dejaba atrás.
Él sólo leía a poetas solemnes que contaban cómo surfear la depresión entre vasos de whisky.
Yo ya no sonreía con los ojos cuando lo miraba.

Venía aguantando porque me había prometido que esta vez no iba a escapar al primer rocío de disgusto.
Que pasaría las crisis y volvería a estar bien.
Que a este pelotudo no lo iba a dejar.
Pero me pudría cada vez más.

Nuestros momentos estaban rebajados con agua, sabían a poco, y las ganas de dormir en alguna otra cama hacían metástasis.
Quemaba a propósito sus tostadas, lavaba el mate rápido y evaluaba empezar otra vida en paralelo.
Quería que pasara algo, cualquier cosa, algo que nos hiciera odiarnos para siempre o encontrarnos otra vez.

Entonces me morí.
Sí, me dejé morir.
Como una planta, ponele.
Una que quedó mucho tiempo a merced de la inercia.
De la naturaleza.
Una corroída por insectitos.
Una que creyó que igual podía seguir.
Como seguían las macetas de al lado.
Como seguía todo el mundo.

Qué molesto eso de que el mundo siga girando cuando uno está mal.
También ser planta muerta y que nadie haga nada, que nadie llore, que nadie visite.
Y él, que sigue leyendo y nos tapa de tierra cuando igual, de todas formas, ya estamos ahogados.

Es como si jugara al fútbol y me hubiera fracturado una pierna.
Pero el torneo no se suspende. Hay partido todos los sábados.
Qué molesto.

Me pregunto si ser muerta es dejar de ser.
Cuando me presente a alguien, ¿debo decir ‘Hola, soy muerta’ o ‘Hola, no soy’?
Quiero conocer a otras personas. Visitar otras macetas.
Desabrigarme.
Pintarme las pestañas.
Decir otro nombre en la cafetería pretenciosa de la esquina de trabajo.
Puedo ser, por ejemplo, Noelia.
Más reservada.
Con risa ruidosa y un colita de caballo que roce los hombros de los más petisos en el colectivo.

Noelia usa tacos y roba novios.
Quiere que le rompan el corazón para saber qué se siente.
Quiere que la destrocen y resurgir de las cenizas mucho más madura.

Pintarme la boca de un color pálido pero más color que el color natural de mis labios.
Rojo no, es muy obvio y Noelia no es tonta.
Simular reserva y desinterés.
Vivir en Villa Urquiza.
Casi en la esquina de Iberá y Pacheco.
“¿Ubicás donde vivía Spinetta?, bueno, ahí nomás.”
Mirona en la medida justa.
Y colita de caballo, siempre.
El pelo suelto es como los labios rojos, buscón.

Como empezar un nuevo trabajo.
O mudarse.
Sí, Noelia.

Y mientras yo era muerta o no era y era Noelia, él seguía leyendo sus libros de autodestrucción.
‘Está bien’ pensé, ‘Cada uno no puede elegir cómo dejarse morir’.

Cualquiera puede intentar cambiar, pero somos lo que ocultamos.
Y por debajo del tapado de plumas de Noelia estaba yo.
Seca.
Oscura.
Con las hojas frágiles y crocantes.

Volví a casa pensando en tirar la planta y poner en su lugar a Noelia para siempre.
O el ‘siempre’ que el tiempo y el mundo me dejaran.
Comprar incluso otra maceta.

Le pedí ayuda para preparar el velorio.
Me pareció que esa planta lo merecía. Fuera muerta o no fuera.
Y lo hicimos.
Él recitó un par de versos que, explicó, le hacían acordar a ella.
Luego tomó a Noelia con fuerza y la sintió romperse.
Así, tal cual yo había querido que quisiera.

Y ella sería.
Porque aparentemente el mundo y el tiempo así se lo habían propuesto.
E intentar combatirlos la había llevado hasta ahí.
Sería aunque estuviera muerta.
Aunque se la intentara tapar con nombres inventados y carcajadas llamativas.

Noelia estaba rota como siempre quiso.
Tapada de tierra.
En un funeral.
Él, decidido, soltó el vaso, la abrazó y leyó:
Hay una grieta en todo, así es como entra la luz.

Así, fui.
Y me olvidé del tiempo y lo que hace con el mundo mientras tanto.

domingo, 27 de abril de 2014

Etapas: no hay mal que dure cien años.

Día 238, hora 21. Te extraño, qué vergüenza. Trato de cambiar nuestra rutina, de no hacer lo que hacíamos juntos. De ver las noticias, que a vos no te gustaba porque salías de casa con miedo. Me acuerdo de cuando nos peleamos porque yo te dije, bueno, quizá no te dije sino que te grité, que vos vivías con miedo porque habías crecido teniendo qué perder. Te quedaste mirándome, muda, y respondiste con calma que te rompía muchísimo las pelotas cuando me hacía el pibe de barrio, el curtido. Fuiste para el cuarto y te escribí “Preferiría tu sonrisa a toda la verdad”. Muy goma y claro que no funcionó, pero buen, es Fito, qué sé yo. Pasó el tiempo, lo supimos desarmar y nos reímos. No sé si te acordarás, para mí fue importante. Eso de poder reírnos de la pelea, digo.

García casi no asoma la cabeza fuera del lavadero, ya no duerme conmigo en la cama tampoco. Está grande. Tenías razón, me hace bien, me hace compañía. Siempre me mira mientras tomo mate, una vez lo encontré arriba de la mesa chupando la bombilla. Le saqué una foto. Tengo el mail en borradores pendiente a mandar. Te.

Vi que te pusiste de novia. De verdad que me alegro por vos. Yo te quiero bien, creo. Sanamente. Quiero que seas feliz así no sea conmigo.

Brasil, ¿no? Creo haber visto carteles en portugués en las fotos. Estás quemadita, linda. ¿Te trata bien? ¿Te deja dormir del lado de la puerta como te gusta? “No es que me guste, es que me levanto muchas veces a hacer pis y del otro lado es molesto” Sí, me acuerdo de estas pavadas. De a ratos me pregunto si fue su acumulación la que nos llevó a separarnos. Porque no pasó nada puntual. Quizá te desenamoraste y todo bien. Digo, no hay mal que dure cien años. Ni siquiera el amor.

Hablé con pocos de esto, la mayoría me dice que no sos vos lo que extraño sino estar con alguien, la vida de pareja, llegar y recibir un beso, esas cosas. Pero yo te extraño a vos, de eso estoy seguro. Tampoco sé si podría estar con alguien más. Yo no soy muy cariñoso ni demostrativo ni nada. Me da un poco de bronca lo que me dicen, es como una respuesta segura, es la respuesta que me daría el sentido común. Que no te extraño a vos sino a todas las situaciones que vos integrabas. Vos circunstancial, la situación protagonista. Para mí no. Yo no quiero estar con otra chica. No me interesa subir fotos del viaje con mi nueva pareja (sin ofender). Tampoco quiero volver con vos, eh. Por favor no me malinterpretes. García y yo estamos bárbaro juntos. Miramos series e ignora lo que le digo. Una novia, bah.

Te extraño y ya es vergonzoso que no se me haya pasado y no sé si el tiempo lo potencia o lo atenúa. Tampoco entiendo si “puedo” escribirte. No me voy a hacer el que tuve ganas y listo, Enviar. Lo pensé muchísimo. Lo sigo pensando. Como a vos.

Por suerte, ya pasé esa etapa de no asumir la tristeza inmensa que me generaba sentir que fracasamos. Porque para esa no hay consuelo. De verdad, no hay. Es muy difícil darle una mano a quien, de todas formas, ni ganas de “no puedo, pero gracias” tiene. Te recordaba del otro lado de la avenida, cuando me buscabas por el trabajo, con la sonrisa tímida y la impaciencia frente a un semáforo que pintaba eterno.

Aparentar estar bien cuando por dentro una bola efervescente de angustia arrasa con cada célula viva desgasta. Mucho. Hasta que negar ya no funciona. Y ahí, bueno, la bronca. Tengo que confesarte que te putié hasta el hartazgo, desempolvé las historias en las que peor quedabas y, habiendo perdido la cuenta de cuántos litros de vino, se las conté a todos mis amigos. Supongo que esto te molestará. Te pido disculpas aunque de mucho no sirven. Igual, fue la etapa más liberadora. Era como tu yoga pero sin gastar tanta plata.

Mi intención tampoco es pelearnos. Vamos, somos grandes. Vos te estás cogiendo a otro y hemos hecho muchas boludeces de las que hoy nos podemos reír sin que nada esté en juego.

Durante la depresión, raramente, dejé de fumar. Engordé. Perdí la capacidad de dormir profundo. Me dejé la barba. Salí con varias chicas. Meh. Lloré poco pero pensé de más. Pensé mal. Pensé escenarios que en frío jamás hubiera querido pero en ese momento me seducían. Nosotros dos casados, prolijos, acostados en la galería de un jardín escuchando música. Después sacudí la cabeza y lo vi a García haciendo afuera de las piedritas. La realidad, por más real que fuera, estaba bien. Está. Yo encajo en la realidad. Solo o con vos, la realidad está más hecha a mi medida que las fantasías de parejas que se ríen y se hamacan mientras se hace alguna carne o pollo para la noche. En la realidad, nosotros pedimos pizza los domingos y vemos el concurso de la isla.

Ahora estoy viendo qué onda esto de la aceptación. Admito, bah, acepto que pasó bastante tiempo y que te extraño. Acepto que me da vergüenza. También que sos la mujer con la que me gustaría compartir todas mis situaciones. Pero cuento con que, como pasó con tu amor y mi tristeza sin consuelo, voy a dejar de pensarte en algún momento. Porque, ya ves, no hay mal que dure cien años.


Te quiero. Bien. Creo.




Enviar.