jueves, 19 de septiembre de 2013

45 segundos.

El semáforo se puso en rojo.

Estaba sentada de espaldas al recorrido. Bueno, no al recorrido, sino a la dirección en la que se estaba haciendo el recorrido. ¿Dirección o sentido?

Leía con auriculares puestos, con uno solo me parece. El cable negro se perdía en su pelo, que estaba suelto y era casi del mismo color. Quizá un poco más clarito, pero no llegaba a ver bien. El libro no era ni tan gordo como para creer que se trataba de una pensadora feminista con ideas revolucionarias, ni tan corto como para que fuera de esas chicas a las que no les gusta leer, pero lo hacen cada tanto porque algo les dice que deberían. Igual, todo era pura conjetura. Pero desde que giré para abrir la ventana del colectivo en el que yo estaba, no le pude sacar los ojos de encima.
No era la misma línea, ni uno que me hubiera tomado alguna vez para llegar al trabajo. Tampoco solía prestar tanta atención al resto de los colectivos. Casi siempre eran 51 minutos, a veces 6 más, a veces 2 menos, en que lo único que pasaba era que me iba acercando más a la oficina.

Sentí algo de bronca por no estar en el mismo colectivo que ella, y otro poco de alivio, consciente de que, de todas formas, no me le animaría. Igual, me puse a pensar en cómo sería, todavía mirándola.

No despegaba los ojos del libro. Tardaba un poco más que yo en pasar la página. No que yo sea un lector rápido o ágil, quiero decir que tardaba un poco más de lo que creo que es normal en pasar la página. Era morena, pero de las que son morenas todo el año, todos los años, sin importar cuándo y si sale el sol.

Siempre sostuve que es casi imposible encarar a una chica que está leyendo. En primer lugar, porque está haciendo algo que le gusta, que le interesa, y la interrumpís. Segundo, porque lo obvio es preguntarle qué está leyendo, y si no conocés el autor o no tenés ni idea de qué va, quedás como un bobo. Después, si efectivamente tenés suerte y leíste ese mismo libro, todo lo que digas le va a importar poco, porque hace 3 minutos que quiere retomar su historia y vos se lo estás impidiendo. Lo ideal sería encontrar la forma de que ella me hablara a mí. O música. Alcanzar a ver qué está escuchando. En canción me siento mucho más cómodo que en libro. Pero llevaba el cable, además de perdido en su pelo, conectado al bolsillo.

¿Y tu nombre? No, no voy a ser tan gil de tirarte un nombre cualquiera para iniciar conversación. Lo que quiero es pensar en cuál es tu nombre. A mí me gustan los nombres cortos. También los que no tienen diminutivo. Creo que te llamás Clara. Porque no pega con vos, ni con tu piel, ni con tu pelo. Pero sin contradicción no somos nada, y de este lado, en este bondi, te llamás Clara.

Probablemente tengas ojos miel o marrones, pero la ventana está sucia y vos mirás para abajo, pasando ahora de página, con las uñas sin pintar y rascándote la nariz. Ojalá que tu nariz tenga algunas pecas. Quisiera poder acercarme un poco, y terminar de dibujarte, Clara. Debés ser muy torpe con las manos, y asustadiza. No estoy seguro de cómo será tu voz, pero creo que respirás casi suspirando. Respirás y se escucha que estás respirando. Eso deambula por la línea que lo separa de algo molesto, pero termina sonando suave y hermoso.

Doy un paso tímido, sin puta idea de qué decirte, transpirando y tragando. Te acerco la mano al hombro, como para apoyarla, para tocar tu pelo, y que levantes la cabeza del libro. Te siento.

El semáforo se puso en verde.