jueves, 31 de octubre de 2013

Lento.


Siempre seguía los mismos 8 pasos. Prendía la computadora, inclinaba la pantalla de tal manera que el reflejo molestara apenitas, casi nada, lo suficiente como para que, si no se le llegaba a ocurrir una idea, pudiera culpar a ese zumbido de vidrio. Sacaba punta al lápiz con su artefacto pretencioso, agarraba el anotador, escribía la fecha, se llevaba el lápiz a la boca, se ponía los lentes y se sentaba. Inhalaba como reviviendo, y exhalaba ya cansado. Sabía que gustar de la escritura era lo peor que jamás podría haberle pasado. Tipeó una L, quizá queriendo empezar una historia sobre ella, algo suyo, algo que tuviera que nombrarse a partir del artículo femenino más corriente. O tal vez sólo era “Luz”, “Leñador”, “Libido”. “Lento”.
Lento. Depende de quién lo recorra. O no. No se explica con ‘depende’. Se es o no se es responsable de lo que se recorre. Y punto.
Cuando era chico, esperaba la vuelta de las vacaciones por varias razones. Le gustaba llegar primero, mirar el patio y anotar qué pensaba que pasaría a lo largo del año en cada rincón. También disfrutaba de escuchar qué había hecho el resto en esos dos meses de calor insufrible. Cada relato era una historia en potencia. Algunos se iban al lago, otros tenían una pelo-pincho, a Tomás siempre le compraban un perro nuevo porque se le escapaban o se morían. Así se fue enamorando de ella. En cada vuelta. Lento.
Tantos se la habían llevado a la cama. Amantes con los que toda mujer sueña revolcarse, y que todos los hombres quieren ser. ¿Qué podría hacer él para conquistarla?
El reflejo en el monitor comenzaba a zumbar más alto, y un millón de personas le habrían dicho que ese reflejo tan mínimo no molesta, pero él se veía allí. Incierto, perdedor, con un lápiz en la boca. Verse a uno mismo en un reflejo casi imperceptible es infinitamente más molesto que verse íntegro, de oreja a oreja, de idea a idea. No sobraba tiempo para lamentarse. Debía recorrerla, colonizarla.
Yo me propuse a pensar en qué pasaría por cada uno de sus rincones, como en el patio, pero con más curvas, con la olas de su respiración, aún si quedara en lo chato del papel o la frialdad detrás de un vidrio. Pero nos alejamos cada vez más. Culpa, claro, de ir conociéndonos.
Comenzaba a sudar. Algunas gotitas al costado de la frente. Anhelaba que el tipo del reflejo no lo notara.
Estábamos muy bien, sí, pero la abeja pica y se muere. La fruta llega a su punto más dulce y se pudre. De cualquier lado de la cima, está el descenso.
A veces necesitábamos cogernos para olvidarnos de que estábamos enamorados, y de que estábamos muriendo. Por lo menos un rato.
La relación agoniza. Nosotros seguimos como si nada, sin permitirnos sentir de negro, porque serían años tirados a la basura. Así nos empezamos a pudrir. Todo tiene olor a viejo, a polvo y hace un frío polar que no piensa flaquear ante el sol que entra por la ventana. Yo sé que de esto podemos salir, que yo puedo volver a conquistarla y ella a robarme una sonrisa torpe con cada caricia. Sólo habremos muerto si se desenamoró.
Cada dos o tres días, se aparta del monitor, aunque no esté contemplado en sus 8 pasos, y le manda un mensaje lindo mientras está en el trabajo. Ella tarda en contestar, está ocupada. A veces le manda cosas que puedan llegar a excitarla. Pero ya no funcionan. Tampoco ellos. Sabe que pueden salir, mi amor. ¿Te acordás de cuando me pediste un tiempo? Lo hiciste sabiendo que yo estaba dispuesto a regalarte todos mis días. Y volvimos, enamorados, sin poder sacarnos las manos de encima.
Pero resulta que un día se cansa, y los mata. Siente angustia y alivio a la vez. Se cansa de hacer malabares para que la ficha no caiga, para que el viento no apague la vela, para que el despertador no suene. Y ella, que le gusta tener la última palabra, empieza a poner en juego un montón de cosas que disparan los signos vitales, pero ya está cansado, y la deja hablando sola, con el frío, con su eco.
Pasamos tiempo sin saber del otro. Pero recordándonos. Y recordar es, de alguna forma y aunque sea lento, recorrer. Y viceversa.
Recordó todos los rincones, ya repletos de hollín, oscuros, y supo que estaba escribiendo su necrológica.
No te mueras que estoy pensando en vos.


jueves, 17 de octubre de 2013

No, de verdad.

Miento. Mucho y muy bien. No, de verdad. Sé mentir, sé simular que miento para que se note y en realidad se filtre la verdad, pero ahí estoy mintiendo de nuevo. Y a vos también te mentí. Varias veces. Algunas con cosas poco importantes, como que me encantaba el asado, o que había visto esa película. Otras fueron mentiras más pesadas, que no pretendo blanquear, pero sólo quiero que sepas esto, que mentí y que miento.
No es porque sí, por aburrimiento o porque me salga muy, muy bien. Es porque no tenemos nada en común. Nada. Y yo esperé, me fijé, presté atención a ver si te enamorabas de nuestras diferencias, pero no. Es raro, porque aunque no seamos compatibles más allá de mis inventos, yo siento que vos sos perfecto para mí.
Quiero conocerte de nuevo, cruzarte por la calle, pensar que sos lindo, acercarme, presentarme, decir que hola, que Julieta, que no me gustan los asados, que lloro con 3 de cada 5 películas que veo, que no soy fanática de Xavier Dolan ni de Feist. Es más, esperé a que vos dijeras "Feist" para saber cómo se pronunciaba. Que digo que no sé cantar, pero creo que canto muy bien. Que es la primera vez que hago esto (eso) y que tengo ganas de invitarte a tomar unos mates a casa. Así, sin laberinto, sin buscar ser un enigma o una loca de mierda, de esas que querés cagar a trompadas, pero por algún motivo esperás un ratito más, y otro, y otro.
Quiero que me encuentres un millón de defectos que me hagan perfecta. Equivocarme en alguna conjugación y apresurarme a darme cuenta antes que vos. Reírnos. Quiero enseñarte a sonarte la espalda. Vos lo hacés mal, pero como me quisiste mostrar el primer día y yo tenía ganas de tener una excusa para mirarte mucho, te dije que ni idea, que dale. Pero lo hacés mal. Un día vas a quedar con una puntada entre vértebras, y te voy a tener que destrabar y se me van a caer todas las mentiras. Porque vas a indagar, porque así sos. Y me encanta que seas así, que hagas cuentas con acontecimientos, y vayas hilándolos mentalmente hasta llegar a conclusiones que nada tienen que ver con las premisas. 
Hoy estaba buscando el cargador en la cartera y saqué las llaves. Estuve 4 minutos mirándolas, pensando en para qué las había sacado. Porque estoy perdida. Porque a mí misma no me puedo mentir. Y vivo con el miedo de que un día te levantes y no te guste más, y saber que no soy yo la que no te gusta, y pensar en que yo podría haberte gustado. Yo, la que conjuga mal, la que no sabe decir ‘Feist’. Tengo mucho miedo de que me dejes y ni siquiera me hables siendo egoísta, porque me extrañás. Pero no a mí, a lo que yo te presenté cuando nos conocimos. Hablame, extrañame. Hablame así yo te digo que por favor no me hables, que no me hagas más difícil el dejar de pensarte.
Te quiero mucho. No, de verdad. Mucho. Ahora que me confesé, todo lo que diga y haga va a parecer inventado. Pero ya que no nos podemos volver a conocer, porque, aunque me encantaría sentirme todos los días como ese día, conocerse es cosa de una sola vez, te cuento esto. Que miento.