lunes, 8 de febrero de 2016

Clara

Cuando se es chico para ser grande y grande para ser chico, la -pongámosle- desesperación por tocar otro cuerpo o algún cuerpo o todos los cuerpos aumenta cada minuto. Esta obviedad la descubrí el verano que Clara pasó con nosotros.


Mi hermana había cortado con Nicolás hacía un par de meses y mamá le ofreció traer a una amiga a Cariló para distraerla de su tristeza. Según sabía, había dicho que no, que justamente lo único que quería era estar sola y tranquila. Pero el sábado a la mañana tocaron el timbre y mi papá subió un bolso cilíndrico de jean. Atrás, agradeciéndole, Clara. Primero escuché su voz, después vi su remera blanca rayada y después su cara. Me saludó y puse el cachete. Pensé que pensó que me fastidiaba un poco que viniera y, aunque no lo había buscado, no hice nada para revertirlo.


Mamá me ofreció ir adelante porque solía marearme en viajes largos y además para que atrás pudieran “tener charla de chicas”. Accedí. Igual lo de los mareos era/es cierto.


De las pequeñas presiones que se mantienen constantes en la vida de nosotros, los inseguros, una es la música que se escucha, que se pone en público que importa. Serían cuatro horas de descifrar qué gusto musical debía impostar para que Clara y yo tuviéramos algo en común. Con el tiempo entendí que el chabón de Luna de Avellaneda tiene razón y que si te gusta, no sé, Christina Aguilera, ‘bancate el amor’.


En la radio sonaba un tema de Los Piojos que la escuché cantar bajito y dejé, pero era una canción muy conocida y que pasaban en todos lados así que no podía confiarme. Ahora no me acuerdo el nombre y no pretendo cantarla acá.


Cuando la ruta se hizo doble mano en el mismo pedazo de asfalto, no me olvido más, nombró a su cuñado. Sentí todas las ciudades que visitaríamos en los próximos 20 años derrumbarse con mucha contaminación sonoro-mental. Las opciones eran dos y yo en ese momento entregaba a mi vieja por que hablara del esposo de la hermana. Por suerte, la incertidumbre duró poco porque un par de kilómetros después mamá le preguntó si tenía novio. Dijo que no. Respiré como si tuviera de alguna forma más o mejores, o siquiera alguna chance ahora.


Llegamos y descargamos el auto. Mi hermana no paraba de hablar de que no era justo que ahora ella tuviera que perdonar a Nicolás por algo que bla, bla, bla. Clara le decía que las vacaciones eran justamente para alejarse de todo eso, que iban a salir y conocer pibes, que Pinamar “se ponía más”. Yo era medio boludo y las expresiones esas no las había escuchado nunca, o por lo menos no prestando atención.


Esa tarde en la playa me trató de “hermanito”. Que tu hermanito no sé cuánto le dijo y me dio mucha bronca. Tanta que no hablé hasta la cena. Mamá me preguntaba si me pasaba algo y después comentaba que estaba entrando en la adolescencia. Clara acotó que a mi edad también era terrible.


Una noche nos quedamos los tres hasta tarde. Ellas estaban todas producidas pero se había largado una tormenta infernal. Hablaban de sus temas y yo supuestamente brindaba la mirada masculina que igual de nada servía porque apenas si había chapado. Clara me dijo “lo único que te pido es que no seas un jeropa, de esos que van gritándoles cosas a las minas y mirándoles las tetas”. Dijo tetas y se me paró. No por pensar en tetas, por escucharla a ella hablar de tetas. No se me habían venido tetas a la cabeza, ni siquiera las suyas que estaban todas apretadas en una musculosa negra.


A partir de esa noche nos hicimos más ‘grupo’. Íbamos a caminar por la playa y criticábamos minas. Poca veces se detenían en un chabón. Me preguntó por qué nunca la llamaba por su nombre, por qué nunca decía “Clara” cuando le hablaba o cuando hablaba en general.


Porque todo esto es perfecto y tengo miedo de que cualquier cosa que haga o diga por fuera de lo que vengo haciendo o diciendo vaya a romperlo. Porque me quiero meter en tu cama cuando todos duermen y darte besos y que me los devuelvas. Porque tenés la mejor cola de la playa y yo soy el único de acá que puede disfrutar de verte andar en tu shorcito de pijama con emoticones. Por eso, Clara.


Lo que le dije fue que era algo que simplemente no hacía pero que si quería la llamaba Clara, Clarita, Claruchina, Clariluz. Se río, me dijo “nabo” y me pegó despacio.

La segunda semana se fue todo a la mierda. Clara y mi hermana conocieron a unos chabones más grandes y se borraron. Papá se enojaba y decía que no podían llegar a esas horas y despertarse a esas horas, pero lo que le daba bronca era que salieran con tipos. Porque para papá no había pibes o chabones, todos eran tipos, todos arriba de treinta en la teoría, todos malvivientes.




Si me llevaba las manos a la nariz ese día, todavía se sentía olor a nube por haber estado tan cerca de tocar el cielo. En realidad era el olor que le había olido a Clara una mañana que se me sentó al lado, pero para mí era lo mismo. Se despertaba con aliento a eucalipto. No lo sabía pero era obvio. Igual todo se esfumaba y ya no era ni el hermanito, ya no viajaríamos por todos lados. Nada.


Cuando tenía diez años masomenos, me fui de campamento a Tandil con el colegio. Un día nos hicieron recorrer gran parte del lugar primero en bici, después caminando, después en kayak y finalmente en tirolesa. Cuando llegábamos al otro lado veíamos algo así como siete mesas de esas de madera rectangulares con sus respectivas banquetas y platos servidos. Estábamos tan cansados que ni siquiera queríamos saber qué más había de aquel lado. Para nosotros, que tanto habíamos recorrido, el mundo terminaba ahí. Sabíamos que no era literal, que detrás de las mesas no había un precipicio humeante, pero para nosotros sí. Queríamos comer. Ya conocíamos el mundo, veníamos de conocer el mundo y ahí terminaba.


Crecí. A las amistades de mi hermana no las reconozco por la calle ni a palos, su marido es un boludo así que tampoco voy mucho para su casa. A Cariló fuimos dos veranos más, sólo nosotros cuatro. En el último me di besos con Micaela, me acuerdo porque cotizaba en bolsa esa pibita. Tampoco fue gran cosa pero seguramente dije que sí. Ya no retenía con tanta precisión lo que a mujeres así de pasajeras, de “veraneras” refería.


Las comidas que siguieron después de que las chicas conocieran a estos pibes fueron incompletas para ellas dos. Apenas si terminaban sus platos y salían disparadas. Yo me dormía tarde con la esperanza de que volvieran, las enganchara y nos quedáramos charlando de su noche y que los varones esto y aquello.


Eso nunca volvió a pasar. Volvimos y viajé atrás, del lado de la ventana, calladísimo.

Pero ese verano, en el mar, le toqué una teta a Clara. De eso me acuerdo todo el tiempo. Fue mi segundo fin del mundo.