domingo, 15 de marzo de 2015

Cartas al portador (Josefina)

El lunes, su escritorio va a estar vacío. Ya no la voy a oler llegar, ni escuchar su “buen día” medio hablado medio suspirado producto de tres pisos por escalera; no revoleará su cartera tirando alguna birome o anotador. Nada de eso. Josefina consiguió el trabajo de sus sueños o algo parecido. Quizá no ese pero sí, por lo menos, uno a cuatro cuadras de su casa.


Tengo nueve horas, ocho si se toma la del almuerzo y sale, para hacer algo. Algo, no sé, contarle que me gusta, hablarle de esa forma por el chat interno, preguntarle si quiere ir a tomar una cerveza después. Aunque sé que Josefina no toma cerveza. O probar algo distinto. Llevarla a Marte, a la terraza del edificio más alto del mundo, a hamacarnos a una plaza.


Siempre me gustaron las mujeres de piel suave. Bueno, a todo el mundo, pero en particular digo; más que un par de piernas tendientes al infinito, una cola sin gravedad o una dentadura perfecta. Josefina, igual, las tiene todas.


Recuerdo verla llegar el primer día, cuando todavía estudiaba medicina, en ambo y zapatillas. Marchó rápido hacia el baño, se cambió y después se presentó. Uno no puede ofrecer ningún tipo de resistencia ante una mujer linda en ambo. Básico. Lo sabe cualquiera que haya cursado alguna carrera que lo requiera o viajado en la línea D.


El agosto pasado la llevé casi todos los días a la casa porque pude salir a las seis sin problemas ni pila de trabajo atrasado. En esos veinte o treinta minutos me contaba boludeces y yo me moría por abrazarla fuerte como si fuera una situación normal. O sea, abrazarla como un novio a su novia, no dejarla salir, molestarla, todo eso. Me contó que había escuchado que en Europa o en alguna parte de Europa (a ella le gustaba pensar que el este) se acostumbraba dejar un café pago en los lugares a los que se iba. Un “café por cobrar”, es decir, uno iba, tomaba el suyo y dejaba la plata para otro que sería retirado por quien entrase a pedir ese café pendiente. Así le habían dicho que se llamaba. Café pendiente. Estaba pensado para la gente sin techo que sufre –más– ese frío que vemos en las noticias, le dijeron. Que era cuestión de querer y confiar. Me contó también que pensó en empezar a dejar cartas en bares y que quien las recibiera y las leyera, hiciera lo mismo. “Cartas al portador, un sinfín de ellas rotando. No importa si son tres líneas o dos carillas no alcanzan y la última oración tenga que conformarse con una servilleta usada. La gente muere de frío pero también de amor”. De esa última parte noté que se arrepintió inmediatamente porque la terminó bajito.


Al tiempo le pregunté si había dejado alguna carta en algún café. Me dijo que no. Ese día fuimos al chino por peso juntos y solos. Me acuerdo que, cuando me serví un poco de jamón en cubos, su reacción fue “No puedo creer lo que vas a comer, es como un rompecabezas de chancho eso”. Me pareció una genialidad. ‘Rompecabezas de chancho’, quería usarlo en otro ámbito con otra gente.


El segundo martes de noviembre viajamos juntos en subte por casualidad o suerte, que en definitiva es una casualidad que aprendió modales. Yo había salido tan tarde que ya me debatía entre faltar o ir de todas formas. Ella, fresca, venía del oculista. Josefina usa anteojos, por supuesto. Unos de marco negro grueso al que su mechón de pelo le histeriquea en cada rodete mal concluido. Cuestión que el subte va frenando y uno ve a la que cierra la cartera y la asegura con el codo contra su cuerpo, al que salta el molinete, al que sella la novela para retomarla en tres o cuatro pasos, arriba del vagón; y a Josefina. Ese martes la vi a Josefina franeleando sus anteojos con la camisa, haciendo malabares para no tirar carpetas y cosas mientras tanto. Ese par de segundos hasta que el subte frenó y ella entró me imaginé su despertar lento, su ducha de la mañana, su taza de café con leche y su torpeza para subirse hasta el final, y sola, el cierre del vestido. Nos vimos, me sonrió y me dio un beso. Creo que miré para arriba como agradeciéndole a un Dios que hasta el momento pertenecía, a mi entender, al pasillo de ciencia ficción.


Una foto publicada por Lucas Garcia Molinari (@_lucasgm_) el


A fin de mes cumplió veintisiete. “Feliz cumpleaños. Que sea con mucho de lo que te gusta”. No sé qué quise decir, sonaba bien, pillo, desinteresado pero buena onda en partes iguales. No sé. Si los deseos se cumplieran y a mí me saludaran así, tendría la casa llena de Josefinas.


Al día siguiente contó -y yo escuché- que le habían mandado una pizza gratis de La Continental. Que era algo que hacían si tenían tus datos. “Cuando se fueron todos, a la hora masomenos, media pizza grande sola me comí. El mejor cumpleaños de mi vida”. Cuán perfecta se puede ser, por favor.


Nunca se lo dije, pero me acuerdo de ella cada vez que paso por Barrancas y veo al señor del violín desafinado. Es parte de una historia hermosa que me contó en uno de nuestros viajecitos de agosto. Quizá me equivoque y no deba entrecomillarlo, pero “este señor toca su violín en las calles de Belgrano desde que tengo uso de la razón. Yo iba al jardín y lo veía, volvía y lo veía, primaria, paseos, todo. Este señor canoso con su violín desafinado es la única constante que se mantiene desde que tengo cinco”.


Ayer, mientras esperaba el 15, vi a un hombre grande, panzón y de traje, correr su colectivo que se le iba y que se le fue. Paró, se apoyó sobre sus rodillas creo no por agotamiento sino por resignación, y se puso a maldecir -uno o dos tonos arriba del susurro- la rutina y toda su periferia. Ahí nomás sentí toda la tristeza de febrero condensada en un momentito muy vago. Josefina es mi 15. El tiempo pasa y Josefina se va, se está yendo, se fue. La veo salir con sus medias de estrellitas que se asoman porque tiene el pantalón fruncido en alguna parte de la pierna. “Estrellas -me digo- es un significante que no le hace justicia a las estrellas.” Después me castigo por usar ‘significante’ y no ‘etiqueta’. Por ostentar pavadas, incluso y sólo conmigo.


Cómo no escribir sobre y a una mujer con medias verdes de estrellitas. Cómo pensar que bueno, que la vida sigue, y no advertir que ese, justamente ese es el problema. Ojalá recibas esta carta, Josefina, y me respondas, y nos mandemos un sin fin de ellas. Es la forma más tuya que encontré de decirte que sos tan, tan linda, que me gustás y que quiero abrazarte hasta molestarte.


Ojalá pases por este bar. Yo desde que te crucé en el subte que elijo creer.

jueves, 5 de marzo de 2015

Perla

Ayer a la madrugada murió Perla y hoy la tristeza nos tapa el bosque. Un mes, más menos tres días, estuvo luchando por aferrarse al cariño, el afecto y la atención que en ese último tiempo había recibido. Con cada parte médico, el pronóstico cambiaba un poquito y su corazón seguía latiendo. Hubo salidas del hospital que se sintieron las últimas; y entradas tediosas, abrumadas de un miedo que la sala de espera alimentaba con cada paso a la derecha que daba el segundero.

Perla es la mamá de mis hermanos. Una mujer buena, genuinamente buena que fue presa de una enfermedad mucho tiempo y que, cuando la vida le dio revancha, se tropezó con otra aún peor. Esa de tratamientos, pastillas, calvicie, rayos y demás batallas que dio, una a una, sin pensarlo dos veces.

Sebi dice que estaba enamorada de sus nietos, que Franco fue como una inyección de vitalidad para ella. Dice también que era desprendida de lo material. Que daba y daba, sin chistar. Maru dice que a veces, por algún tapado o par de zapatillas, un escandalito le hacía pero siempre terminaba cediendo. Yo, que en pocas oportunidades tuve el gusto, puedo decir que siempre me saludó con un “Juli” simpático y que crió a dos personas que le deseo cerca a cualquiera, a todo el mundo.

En su casa había Guaraná y pastillitas de menta sin azúcar. Perla comía viandas dietéticas y se acostaba antes de las ocho. Pudo concretar otra relación de la que mis hermanos hablaban seguido. Jorge. Lo conoció en el lugar de tratamientos para bajar de peso. Jorge es bueno y come mucho, según me dijeron, y vive en Brasil. Yo los vi juntos en el bar-mitzvá de Franco. Sebi estaba contento de que Perla estuviera ahí, lo preocupaba que no llegara.

Ayer mis hermanos le agradecieron por todos los detalles que les dejó para saberla y sentirla cerca en esos momentos de debilidad y de no aguantar que el mundo siga girando, que a la mañana siguiente uno igual tenga que levantarse. Llamados incesantes, consejos de ropa o de qué peluca comprar, regalos, su olor, su voz. Yo quisiera contarle que sus hijos son lo mejor que tengo, a ella y a quien lea. Que en sus abrazos me permito hundirme hasta al fondo, y que esos mismos abrazos son los que me sacan a flote.

Ayer murió Perla y hoy la tristeza nos tapa el bosque. Pero Sebastián y Mariela me recuerdan todos los días que juntos somos fuertes, y que el bosque ahí está.