jueves, 30 de abril de 2015

Dormir solos

Hoy toca dormir solos y además hace frío. Seguro mañana llueva, pasado a vos se te rompa algo de poca importancia, el jueves un foco de mi cocina se queme y el próximo domingo veamos la serie cada uno desde su cama. Porque así es esto, supongo, de estar separados. Un agravante de cualquier pavada. Como si la ansiedad y eventual obligación de deshacerse de un pedazo de rutina y que todo lo que me hace acordar a vos deba perder cuanto antes ese ancla no fueran suficiente.


“Es cuestión de tiempo” dicen. Cada día que pasa estoy mejor pero también te alejás algunos pasitos para allá. Y ahora tengo todo este amor con el que no sé qué hacer. Que ya no es tuyo pero mío tampoco. Ese es el problema, el amor intacto. Que hayamos fallado en lo que orbitaba pero no en el centro y ahora lo sienta latir o titilar o molestar no sé bien cómo, pero me tiembla la garganta cada vez que leo tu nombre, que veo una foto.


Me quedo con que nunca nos mendigamos un ‘te amo’ ni escatimamos en abrazos. Nos dimos todos los besos que quisimos, cuando y donde quisimos.


Toca dormir solos y a mí sólo me desvelan cosas lindas con lindas formas pero que cortan por cualquiera de sus puntas. Anotar lo que pensábamos que nunca nadie había dicho, cuando te diste cuenta de que siempre que empiezo a hablar deslizo una ‘m’ silenciosa, los mates en la cama, mis papelones en la cocina, las noches que no teníamos sueño, tus mensajes cada vez que escuchabas una palabra que sabías que me iba a gustar.


Por ahí mañana vos te cruzás con una chica que tenga un tatuaje parecido al tuyo y en eso terminen tomando una cerveza. O yo invite a alguien a mi casa que no quiera dormir con tu remera porque “es de la gestión anterior”. Tu remera que todavía huele a vos, como todo esto.


Me quedo con que hicimos las cosas bien, con que no nos lastimamos y con que compilamos mil historias hermosas para contarles en añares vos a tus nietos y yo a los míos.


Algún día voy a dejar de extrañarte casi todo el tiempo. Ese día voy a sentir el alivio y la fortuna de haber tenido un gran amor.

Por ahora, por hoy, toca dormir solos.

lunes, 13 de abril de 2015

Hay algo de poesía en intentar salvarnos

Me pasé esa noche hablándole de amor, tratando de recuperarnos.


Nos habíamos tirado con cuanta mierda encontráramos en el camino. Tiempos, prioridades, planes, proyectos, abrazos y ausencias caducas en su idioma y el mío. Discutíamos por cualquier cosa y no entendíamos cómo seguíamos queriendo tenernos cerca. Yo me puse a llorar y él rompió una lámpara. O él rompió una lámpara y yo me puse a llorar, ahora no me acuerdo.


“Ya no nos hacemos felices -sentenció sin mirarme- pero tampoco sabemos ser felices solos”.


Nos conocimos en el secundario, cuando quien tenía lentes no era por ello más interesante, entre chicas todavía se usaba el pelo largo y los chicos escribían en sus mochilas con liquid paper el nombre de una banda o un equipo de fútbol. Al año ya éramos novios. Juntos aprendimos a saltearnos la entrada en calor en el campo de deportes y que no nos pescaran, a fumar sin toser, a despertarnos solos, a estudiar en grupo, a escuchar radio a la mañana y a dejar las copas de vino en remojo si no íbamos a lavarlas inmediatamente. También fuimos a una marcha en bici y nos esperamos a la salida de entrevistas.


Gusanitos ácidos, oraciones unimembres, libros que todavía éramos chicos para entender, cafés sin azúcar, tacos y corbatas, interés por otras cosas.


Hubo épocas en las que quisimos crecer de golpe y ser extraños del otro. Algunas en las que sentimos que tanta intimidad nos había hermanado. Igual, ninguna servía. Eso tienen las relaciones que se extienden más allá de la escuela, un limbo de madurez confuso y casi crónico.


Cuando nos conquistamos, nos dejamos de conquistar.


No éramos prioridad, no nos interesábamos. De repente nuestra relación era algo que no entendía, como tradiciones de Oriente, el mecanismo de un fax o escribir poemas.


No sabíamos de estructuras,
ni de rimas o versos,
puntos o comas o letras.


No sabíamos cómo se empezaba de vuelta,
cómo se estaba con otro.
Ni cuántas líneas,
cuántas palabras iban ahí.


O cuántas acá.


Desde entonces, todo fue en picada. Lo que no nos gustaba cada vez nos gustaba menos, lo que sí no pesaba lo suficiente como para tapar lo otro o salvarnos. Cada cual se debía su adolescencia estereotípica que estar con cada quien le había negado. Yo nunca hice pis en la calle, por ejemplo. Él no se manoseó con desconocidas en el rincón sucio de ningún boliche hasta pasado su cuarto de hora.


Cuando nos pusimos de acuerdo en dejarnos, me perdí por completo. Intenté emborracharme seguido y socialmente, tomar sola, acostarme temprano, leer el diario, salir a correr. Era como si ninguna cepa de personalidad me fuera compatible.


Frecuentamos a otros y algo aprendimos. Al tiempo nos volvimos a ver. Encuentros casuales, que le dicen, hasta esa noche. A mí esa noche me cayó una ficha de plomo que a llanto suelto me obligó a entender que no podíamos ser dos que se ven.


No le podíamos hacer eso a los chicos que se encontraban para transar detrás del kiosko siempre cinco minutos antes de volver a clase. Tampoco a ellos, que se tocaron por primera vez temblando y queriendo que ese martirio terminase, queriendo saltearse el durante y ya tener aprendido. A él le debíamos mucho, se había aguantado la hora y media en la sala de espera con revistas antiquísimas por su primera cita con el ginecólogo. Y no podíamos, con encuentros casuales, bastardearla a ella, que una tarde más tarde tocó el timbre con dos trajes y cuatro corbatas para sus entrevistas. Lavatorios tapados, manchas en sillones cuando sus papás no estaban, mentiras a amigos para quedarnos juntos. Todo eso no cabía en tres ni en seis ni en veintiocho encuentros casuales.


Esa noche me gritó muchísimo. Que yo en mi afán de “aguantar” no veía la realidad, que por qué no tiré ese manotazo tiempo antes, con mucho menos desgaste por restaurar, que “¿no entendés que las cosas se terminan? ¿Que cambian? Ya lo sabés, no tenemos más nada que hacer juntos, pero vos igual pensás en vivir acá, en casarnos. Vos pensás en que nuestros hijos vayan leyendo carteles en la ruta, pensás en envejecer conmigo. Y miranos. Todo lo que teníamos lo vendimos por cuatro polvos para sentirnos menos solos.”


Tenía razón.


No sé si destruyó la lámpara como metáfora o porque le brotó el estado natural del cuerpo.


A las tres y media, masomenos, entendí(mos) que nos habíamos patinado el amor a principio de mes y que, para cuando nos quisimos dar cuenta, habíamos crecido. Obvia y simultáneamente, habíamos crecido y todo nos quedaba chico, incluso nosotros dos.

Una foto publicada por Lucas Garcia Molinari (@_lucasgm_) el

A la mañana siguiente nos despertamos y le dije que tomar café casi desnudos en una cama deshecha se llevaría toda la poesía del día. En ese momento olvidé por completo que nada entendía sobre poesía. Pensó y contestó “a menos que vayamos a la plaza a jugar ajedrez con una pareja de viejitos”. Una hora después estiramos las sábanas, nos cambiamos, él se fue para aquel lado y yo me vine a casa.