lunes, 24 de marzo de 2014

Recordar menos.

El primer recuerdo que tengo es de mi papá buscándome en el jardín para almorzar, ahí en 11 de Septiembre y Virrey no sé cuánto. Él ya no vivía en casa pero todos los miércoles, durante una hora o algo así, comíamos juntos en McDonalds. A veces yo invitaba a una amiga. En este primer recuerdo está Vicky. Me acuerdo de que pedimos una cajita feliz cada una y elegimos el mismo juguete. Era un perrito gris de la película Anastasia. Las dos teníamos cuatro años, pero ella era unos meses mayor. Vicky no era mi amiga más amiga, no éramos inseparables, mi papá ni siquiera la conocía como ‘Vicky’, creo que le decía “linda” o “chiquita”, como hace ahora. Cuestión que era Vicky, una compañerita más de jardín. Pero de Vicky y de mi papá y de ese perrito gris me acuerdo como si hubiera sido el primer día de mi vida.


Antes de eso, igual, tengo algunos charquitos de memoria. Mis viejos peleando en su cuarto cuando papá todavía vivía en casa, mi hermano sirviéndose muchos, pero muchos fideos de la fuente de tirabuzones; cuando me contaron que Manola, mi perra, se había ido a vivir con su novio, y las pastillas rosas que tomaba antes de dormir porque no me gustaba lavarme los dientes y la dentista me las había dado en reemplazo.


Fui creciendo, canté una cancioncita en el acto de fin de año de preescolar que decía algo como “ya tengo 6 años y aprendí a leer”. Me acuerdo de ver a mi mamá, hermosa, llorando mientras me sacaba fotos. Me acuerdo también de los ojos de mi abuela, brillantísimos. Después empecé primer grado. El uniforme era un jumper negro, una chomba blanca, medias grises y zapatos negros. Pero ese verano, mi mamá había encontrado unos zapatos de muy buena calidad y a un precio bastante tentador; sólo que marrones. Así que sí, fui de primero a cuarto grado o por ahí con zapatos marrones. La única con zapatos marrones. Foto de 2ºA, zapatos marrones, de 3ºA, zapatos marrones. Hasta que se rompieron. Juro que solos. 



Creo que estaba en cuarto cuando nació Franco. Los que no tenemos hermanos menores y a los primos los vemos 5 veces por año con toda la furia, no sabemos de amar profundamente a una persona (personita en ese momento) antes de conocerla. Con Franco me pasó eso. Mi papá me fue a buscar al cumple de un compañero a eso de las 19.00 y me dijo “¿Sabías que ya sos tía?” Por supuesto, hice lo que mejor hago: me largué a llorar de alegría. Nos fuimos para la clínica y estaba mi cuñada con Fran en brazos, también emocionada. Lo miré, miré sus deditos rosados y sus ojos oscuros y enormes, y supe que lo iba a amar muchísimo, que ya me estaba pasando.


En quinto me puse de novia con José. Por ICQ. Nos teníamos en el about. Me acuerdo perfecto, me dijo “En el cielo las estrellas se juntan de dos en dos, pero no se quieren tanto como yo te quiero a vos. ¿Querés ser mi novia?”. Y yo, que en ese momento desconocía el poder de la histeria, respondí “SIIIIIIII”. Con muchas “I” y en mayúsculas, para que no quedaran dudas. También me acuerdo de mi mamá levantando el teléfono y escuchando ese ruido horrible de los tiempos pre banda ancha. Y de llamar, de a ratitos, al 113 para saber la hora.


Con José casi ni nos hablábamos en clase. Él era muy buen alumno, yo también. Las directoras les decían a nuestras madres que éramos una pareja de genios. Un día me trajo un compilado que todavía tengo. Las primeras dos canciones cantadas por él, y después hits del momento. Otro día le pedí a Pau y a Juli, en ese entonces mis mejores amigas para toda la vida infinito punto medallita Metal Molder, que le fueran a decir que no quería estar más con él. No me acuerdo por qué, pero no quería. Es como cuando te dicen que pruebes tal cosa, que seguro te va a gustar. Bueno, yo ya había probado estar de novia. “De novia”. Y bueno. Y listo. Al tiempo José se juntó con Anto, de un año más. Con ella sí se daba piquitos.


Mis compañeros se fueron cambiando de colegio de a poco, hasta que A y B pasamos a ser un único curso. Yo amaba ese colegio. Me gustaba el salir al recreo, porque recreo y porque se salía cuando escuchábamos barullo en los pasillos de otros cursos que ya estaban afuera, no había timbre. Y así me hicieran una lobotomía, creo que jamás olvidaría los “Buenos días, Le-ti-cia” que gritábamos, enfatizando las sílabas del nombre de la directora, todas las mañanas cuando se izaba la bandera. 

Amaba ese colegio pero me fui quedando sin compañeros, hasta que me tuve que cambiar. Y así pasé, en segundo año, a mi nuevo colegio. Al colegio en el que terminaría los estudios secundarios. Y me costó. Me costó una bocha. Era mi primer estar con gente nueva en la vida. Conocía a Pau del country, pero tampoco éramos íntimas. Hoy Pau es Pepe, de quien si no te hablé, tan bien no nos llevamos. Como con Nancy, que en realidad se llama Natalia pero todos sabemos que es Nancy. ‘Pepe’ no porque se haya cambiado de sexo, para nada. Es la mujer más mujer de todo mi grupo de mujeres. Nancy no porque haya sido detective. Nancy porque, no sé, un día le dije Nancy y quedó. Es que “Nati” es muy mainstream.


De a poquito me fui adaptando. Estuve de novia con Lucho un mes o dos. Con él tampoco hablaba mucho, pero los viernes nos emborrachábamos y nos quedábamos tranzando en algún rincón. Después me empezó a gustar muchísimo Tomás. En este colegio la cosa era medio endogámica, medio todos con todos. Había que estar adentro para entenderlo.


Terminé. Me llevé el tercer trimestre de Matemática y el final de Biology. Rendí los dos en diciembre. Empecé y dejé el curso de ingreso para estudiar Relaciones Internacionales y me anoté, paralelamente, en Ciencias Políticas y Comunicación. Arranqué (y terminé) esta última.


Y hoy ya pasé un millón de recuerdos. Egresé y me recibí. Tuve un montón de estar con gente nueva. Trabajé, renuncié y me cambié de trabajo. Mi grupo de amigas es un grupazo. Me enamoré, me rompieron el corazón. Me volví a enamorar.


Hoy tengo un millón de recuerdos y a veces creo que me las sé todas. Que ya sufrí, ya viví, ya pasé. Que puedo entender y darme cuenta de que soy feliz cuando lo soy. Pero medio que no. Hoy con Vicky habría silencios incómodos, jamás usaría zapatos marrones si están de moda los negros y ni aunque me apuntaran con una 9mm le contestaría rápido y en mayúscula a un chico con el que estoy saliendo.


A veces me gustaría recordar menos para caer en que no la tengo tan clara ni tengo todas las respuestas. O me gustaría recordar menos para jugar a descubrir qué se siente tal cosa, o esa otra, o aquella. 

A veces me gustaría recordar menos para evitar el contraste que el paso del tiempo se empecina en marcar, ese entre sonreirle a los ojos brillantes de mi abuela y llamarla porque siento el compromiso una vez por semana.

domingo, 16 de marzo de 2014

Una tele más grande.

“Una tele, queremos cambiar la tele de nuestra pieza” me contestó mi papá cuando le pregunté qué buscaba en el catálogo de electrodomésticos. Pensé que quizá se había roto, o algo no andaba y salía casi lo mismo arreglarlo que comprar una nueva. Viste que a veces pasa, que las cosas, mortales como nosotros, empiezan a fallar y por revivirlas te piden algo parecido a por enviudar y conseguirte unas más jóvenes, más lindas, más tontas. Eso exactamente buscaba mi papá, sólo que sin el averío de la actual. “Queremos una tele más grande porque en la parte del mueble en donde va, sobra espacio a los costados.” Raro. Rarísimo. Digo, la tele de ahora es bastante grande y, por lo menos para mí, los huecos le dan un poco de aire a semejante pedazo de madera. Para los que no conocen el cuarto de mi papá, que son básicamente todos, el mueble abarca la pared entera en frente de la cama. Porque si hay algo que no le importa a mi papá es el feng shui. O sí, a veces estas cosas dependen de su mujer.

Esa tarde pensé mucho en mi papá y su tele, en lo innecesario y caprichoso que me resultaba ese cambio pero también en que quién soy yo para decirle a él cómo debe gastar su plata o cuántas pulgadas necesita para ver los goles de Messi. Mi papá es así, se da lujos y no me parece mal, para eso labura todos los días. Mantiene la simpleza en cosas más chicas, como el café negro sin azúcar o un pedazo de dulce de batata con queso después de comer.

Después de ir y venir, de bronca y desentendimiento, de bichito comunista y colegio privado, aterricé en lo que -creo- me estaba molestando desde el principio: los huecos no se tapan, se dejan a la vista o a lo sumo se intentan llenar. No tiene nada de malo tener agujeros, habla de nosotros y habla de las cosas. Cuentan historias. Hubo algo que fue tan importante como para hacerse un lugar, moldear el espacio y dejarlo así al ausentarse. Y el mueble vino así de fábrica, y la tele también, y quedan un poco ridículos, pero no lo suficiente como para que uno piense en la ley del embudo. Quedan en el punto justo de mal como para que esté bien. Hasta es un poco tierno, es como si él fuera muy alto y se tuviera que agachar para que ella, en puntitas, llegara a besarlo.

El problema es que mi papá lidia así con todo. Niega. Si lo tapo, es como si no exisitiera. Y encima con cosas, y encima en perfecto estado. Imaginate frente a una persona rota. O sea, cualquier persona. Cualquier persona está algo rota, tiene huequitos que intenta llenar o fue cambiada por una más joven, más linda, más tonta, menos rota. Y con nosotros, las personas, los averiados, hay que sentarse a hablar.

Arreglar a un roto es difícil, más que nada porque lo roto es como contagioso, por eso arreglar a un roto sale tan caro como darle la espalda. Y dos rotos no hacen más que seguir rompiéndose. Y dos que se creen sanos hacen como mi papá y eventualmente buscan otro modelo. Porque sí, porque pueden.

Los rotos sabemos que no queda otra que amigarse con los huequitos, encontrar algo que les cambie la forma y los llene o, mientras tanto, jugar con el aire de ese espacio y abrazarlo, entenderlo. Será cuestión de paciencia y evitar darse por viudo antes de tiempo. Enamorarse de ese beso en puntitas y no, quizá, comprar una tele más grande.