domingo, 27 de julio de 2014

Diario de un hombre que pisa los 40.

El mundo es una mierda

Salíamos con diez minutos de sobra y migas de pan jugando a la palestra en nuestros sweaters. Papá se quedaba leyendo el diario, sermoneando a nadie sobre las bondades del radicalismo. Íbamos detrás del 160, parando cada dos cuadras porque mi vieja no sabía el camino a la escuela. Llegábamos y Natalia se bajaba rápido para pasar por el kiosko antes de entrar al aula. Yo intentaba salir y el cinturón me trababa casi todas las veces. Mamá desabrochaba, me daba un beso y seguía viaje.

Después, el día se volvía una mierda. Meses y hasta años de mierda en realidad, como supongo que cada tanto vivimos todos los que, aunque el contexto nos sea favorable, nos permitimos odiar (¿temer?) lo que algunos tildarían de banal. Pero yo era chico, no podía ni pensaba ni quería ni pretendía hacerme cargo de lo asqueroso que era (y es) el mundo. Aparte, en ese momento, eran sólo días. Como inconexos, incapaces de acumularse.

Creo que sobreviví gracias a Julia. Con tal de tenerla cerca un poco más habría ido también sábados y domingos. Qué linda era, por Dios. Había ratos que la miraba y el pensar en ella me distraía de la ella de verdad. Nunca me dio bola, por supuesto. Tampoco me animé a acercarme. Era muy flaco, pálido, con algunos granitos en los polos de la frente y baba involuntaria en las comisuras. Le tenía miedo al muy probable fracaso, entonces prefería mirar y pensar.

Crecí e, iluso, me metí en Letras. Mi vida, no me acuerdo si pensaba que las palabras escritas en libros de hace siglos podían ser una herramienta política de transformación social o si, como me gustaba mucho leer, ‘era lo mío’.

Largué al año y medio y empecé a escribir por mi cuenta, vendiendo boludeces a revistas hasta que pegué una columna en un suplemento cultural. Todos los domingos, entre 600 y 900 palabras sobre miedos. Hablaba de lo que me apresaba a mí. Todas las cosas lindas que pasaron y no conocí, todas las que pasarán y no sé si conoceré. También del miedo al mundo en general. A igualar mis objetivos a los de la sociedad y defraudarnos a todos. Y de cómo convencerse de que el desorden no puede sino aumentar entonces no hay mucho -nada- que hacer.

Hice el CBC de Arquitectura porque algo me interesaba y para contentar a mi vieja. Para que pudiera decirles a sus amigas que el nene estudiaba. Dejé a la segunda semana de primer año.

Me mudé con Laura. Politóloga. Brillante y hermosa. No siempre en ese orden. Los lentes se los sacaba sólo antes de apagar el velador para irse a dormir. Su pelo olía a recién lavado todo el tiempo. Nos amamos y nos dejamos antes de siquiera pensar en tener hijos. Yo, según dijo, soy “un eterno irresuelto, un desinteresado hasta por vos -yo- mismo”. No me defendí porque es verdad.

Su mejor amiga era torta y me acuerdo porque, además de imaginarla con su novia [(Y con Laura) (Y conmigo) (Y con Laura y conmigo)] varias veces, me dilucidó la tonta pero persistente duda de quién paga cuando se sale en una pareja de dos mujeres.

Si bien nunca me recibí seguí leyendo bastante como siempre. Más sobre política e historia novelada desde que murió mi viejo. Entendí por fin qué tanto le veía al radicalismo, pero soy un apático de todo ese mundo. Ya se me pasó la chispita militante. Ahora me parece una boludez de pose más que otra cosa. Aparte, y no quiero atajarme o justificar mi dejadez ciudadana con esto pero, las cosas cambiaron muchísimo.

Seguí escribiendo, no para cambiar el mundo, porque me gusta. No sé si una sola persona puede cambiar todo, todo el mundo. Seamos sinceros, es algo pretencioso y fanfarrón intentarlo.

Hoy creo que leería un libro únicamente de prólogos. Me enamoran. Amo la confirmación tácita de que, cuando levante la vista de esas páginas este va a seguir siendo un lugar muy de mierda pero, mientras tanto, acá estamos. Los prólogos son la suspensión de realidad más realista. Son ficción tan honesta que creés que quizá al robot se le pueda caer una lágrima. Son algo así como mis mañanas de chico, y el resto del día -tiempo-, la historia a contar.

Siempre pienso en si habrá alguna carta de amor perdida en alguna oficina de correo. No para mí, para alguien, no sé. Me inquieta esa idea porque es un amor que pudo haber sido y no, por el que ni siquiera les dieron a elegir. Un casi amor. Como el que pude transpirar cada vez que pensaba “bueno, hoy voy y se lo digo, ya fue” mirando a Julia.

Igual, después hubo varias mujeres. No de Julia. Bah, por supuesto que de Julia. Pero digo de Laura. Con Marina no pudimos, no llegamos nunca a sentir lo que supuestamente se tiene que sentir por el otro. A Luciana le choqué el auto y creo que se agarró de eso para terminar todo. Fue de lo mejor que me cogí en mi vida. Un culo chico pero bien redondito, la panza –el torso- largo y las tetas perfectas. Después estuvo Valeria, de quien me enamoré genuinamente. No me había sentido así desde Laura. Pero no podía ser todo lo cariñoso y comprensivo que ella buscaba así que no caminó. Estuve mucho tiempo pendiente de qué hacía, si se encamaba con alguno de los que le orbitaban mientras estábamos juntos o si conseguía a su galán de ensueño. Finalmente se me pasó y apagué la alerta.  

Ahora me vine al café de la esquina. Hay algo de estar rodeado de extraños pero con un radio de espacio “propio” (por lo menos hasta que pague la cuenta) que me reconforta. A escribir y teorizar sobre escribir lo pienso como el prólogo de haber escrito. El café está aguado y la medialuna blanquita. Lo anoto para después usarlo en alguna pavada que proponga para la revista.

(Suena lindo, qué sé yo.)

(También me pasa que escribir en un café me hace sentir más escritor que hacerlo en casa. En literatura, venir a un café es la versión tibia de tener barba acolchonada y tomar whisky, dos modas que aborrezco.)

Un racconto acotado. Selectivo. Puntual. No sé si se suele hacer. No sé que me habré olvidado. Sí qué intencionalmente dejé afuera. No por represión, soy bastante básico para activar esas cosas. No por negador. Ídem. Porque no hacen a lo que busco.

Me intriga saber qué tan típico es un hombre que puede oler sus cuarentas y lo que tiene no son hijos y dos labradores sino una buena pluma, muchas novelas, tranquilidad –tampoco para tirar al techo- a fin de mes y el mismo nivel de miedo como de desinterés por este mundo de mierda.



(También me gustaría encontrar una carta de amor.)