Fuimos a recibir una noticia “no tan mala” esa tarde, casi preparados –si es que se puede- para un diagnóstico complejo pero no grave. Al menos eso supusimos por lo que nos habían dicho los últimos días.
El médico nos saludó y nos invitó a sentar (vi que tenia una cafetera Nespresso detrás de su escritorio, pero no nos ofreció nada. Imaginé que eran para su consumo personal o para pacientes que no fueran a consultarlo por obra social).
Lo primero que dijo fue algo así como “...voy a ser concreto, sin preámbulos. Su mamá tiene cáncer. De pulmón. No se puede operar…” Hay momentos en los que el mundo literalmente se detiene, se congela. Ese fue uno sin dudas.
“Decímelo más despacio, por favor” le contesté, y no tardé mucho en quebrarme. Mi hermana y mi mamá no me veían porque estaban sentadas, pero yo ahí detrás empecé a llorar. Nos habló un rato más sobre tratamientos, mejoras, futuros inciertos y nos fuimos. Consternados. Helados. Mi hermana abrazaba a mi mamá y yo iba atrás o adelante de ellas (no recuerdo con exactitud) llorando sin parar. Una de esas historias que uno escucha de otros o lee, de repente llegaba a nuestra familia.
No hay novedad en que tratar con la posible muerte de un ser querido es todo un tema. Y yo soy bastante llorón. Extemporáneamente llorón.
Ostento dos récords mundiales extraños. Nadie lloró más en su Bar Mitzvá que yo y nadie lloró más en el Bar Mitzvá de su hijo que yo. Está todo documentado y paso a explicar.
El viernes a la noche de mi ceremonia, mis padres se agarraron a piñas (así como lo digo) a la salida del templo. Delante mío, delante de mis amigos. Mi mamá, creo recordar, saltó los escalones del templo de Camargo y se le fue encima a mi papá a los gritos (deduzco que fue porque mi papá apareció con su pareja nueva). Esa noche habré estado llorando desde las 22:00 hasta las 04:00. Sin parar. Era mi noche y estos hijos de puta me la estaban cagando. Sobre todo mi vieja con su reacción de loca. Deseé que el sábado no fuese a mi fiesta. Lo confieso. El sólo pensar que podía montar una escena similar ahí me hacía mucho daño. Me daba terror. Hablamos largo y le dije claramente que si no se sentía preparada, no fuese. Fue igual y por suerte no pasó nada. Excepto el daño que ya estaba hecho.
El jueves del Bar Mitzvá de mi hijo en la ceremonia de la mañana, el Rabino empezó a hablar y yo a llorar. Al límite del papelón. Él hablaba, yo lloraba. Éramos a lo sumo 50 personas en una sala pequeña. Hizo alusión a algo cabalístico referido a las lágrimas, pero yo no escuchaba con claridad. Sólo lloraba. Fuerte.
Garantizo que nadie tiene este récord.
Mi mamá parecía que mejoraba, pero hace tres meses tuvo dos ACV al hilo. Está en su casa postrada.
Hace casi dos meses estaba jugando al fútbol como todos los sábados y vi pasar la ambulancia por la calle que linda con la cancha. Iba rápido. Cuando las ambulancias van rápido, algo pasó.
A los diez minutos, un amigo que estaba afuera me grita con la cara tensísima y me pide que por favor salga. Imaginé automáticamente lo peor, la fórmula ambulancia + amigo que me llama serio y apurado… Mis hijos estaban en sus actividades por ahí.
Corrí hacia él gritándole “no, Negro, por favor, no”. Automáticamente y sin que yo le dijera más nada respondió “Tranquilo, no son los chicos”.
“Decímelo más despacio, por favor” le respondí, “…no son los chicos, pero es Silvia, la mamá de tu hermana, se desmayó y la llevan al Austral, no se veía bien…”
Lo confieso. Que nada le pasara a mis hijos hizo que la sangre me volviera al cuerpo. Otra vez, la vida, el mundo, se me congeló por un instante. Pensé en mi hermana.
En el mismo momento lo llamaron a mi papá por teléfono. Le dijeron que Silvia se había desmayado y él entendió que era yo, Sebi. Cosas de mensajes telefónicos. Tardó algo así como 3 minutos en volver a sí hasta que entendió que no era yo sino Silvia. Supongo que le habrá pasado lo mismo que a mí.
Quise llamar a mi hermana y fundirme con ella, pero me aconsejaron que esperara a que llegara.
De ahí, todos al Hospital Austral y más tristeza para repartir.
Amo a mis hermanas. Obvio, como cualquiera. Pero nosotros tuvimos que construir nuestra relación nosotros, con nuestras manos. Vivimos poco y nada juntos, nos conocimos de grandes. Las adoro. Son mágicas.
Ayer Juli me contó que su mamá mejora y ahora “ya usa pañales”. Mi mamá, que está en este momento postrada, también usa pañales. Parece mentira, ¿no? Pero es real. Compartimos el mismo padre, no la misma madre. Y las dos están usando pañales, al mismo tiempo, con la nada y el todo que eso dice. La vida nos hizo más hermanos que nunca.
Yo sé que soy el mayor, el que armó su familia, el que trabaja a destajo, el que trata de organizar, sostener y contener. Por no soy ningún superhéroe y por momentos me retuerzo de dolor. Como el junco, que se dobla pero no se rompe.
Ostento el récord que les comenté. No todos tienen un récord, y últimamente cada vez que me vienen a decir algo, respondo “decímelo más despacio, por favor”.
Sos el 1.
ResponderEliminarW.
No soy de llorar pero terminó el cuento y lo hice, con ganas. Gracias.
ResponderEliminarAlguien.
Muchas gracias. Este cuento lo escribió mi hermano así que le pasaré este mensaje a él.
EliminarBesos.