Siempre seguía los mismos 8 pasos. Prendía la computadora, inclinaba
la pantalla de tal manera que el reflejo molestara apenitas, casi nada, lo
suficiente como para que, si no se le llegaba a ocurrir una idea, pudiera culpar
a ese zumbido de vidrio. Sacaba punta al lápiz con su artefacto pretencioso,
agarraba el anotador, escribía la fecha, se llevaba el lápiz a la boca, se
ponía los lentes y se sentaba. Inhalaba como reviviendo, y exhalaba ya cansado.
Sabía que gustar de la escritura era lo peor que jamás podría haberle pasado.
Tipeó una L, quizá queriendo empezar una historia sobre ella, algo suyo, algo
que tuviera que nombrarse a partir del artículo femenino más corriente. O tal
vez sólo era “Luz”, “Leñador”, “Libido”. “Lento”.
Lento. Depende de quién lo recorra. O no. No se explica con ‘depende’.
Se es o no se es responsable de lo que se recorre. Y punto.
Cuando era chico, esperaba la vuelta de las vacaciones por
varias razones. Le gustaba llegar primero, mirar el patio y anotar qué pensaba
que pasaría a lo largo del año en cada rincón. También disfrutaba de escuchar
qué había hecho el resto en esos dos meses de calor insufrible. Cada relato era
una historia en potencia. Algunos se iban al lago, otros tenían una pelo-pincho,
a Tomás siempre le compraban un perro nuevo porque se le escapaban o se morían.
Así se fue enamorando de ella. En cada vuelta. Lento.
Tantos se la habían llevado a la cama. Amantes con los que
toda mujer sueña revolcarse, y que todos los hombres quieren ser. ¿Qué podría hacer
él para conquistarla?
El reflejo en el monitor comenzaba a zumbar más alto, y un
millón de personas le habrían dicho que ese reflejo tan mínimo no molesta, pero
él se veía allí. Incierto, perdedor, con un lápiz en la boca. Verse a uno mismo
en un reflejo casi imperceptible es infinitamente más molesto que verse
íntegro, de oreja a oreja, de idea a idea. No sobraba tiempo para lamentarse.
Debía recorrerla, colonizarla.
Yo me propuse a pensar en qué pasaría por cada uno de sus rincones,
como en el patio, pero con más curvas, con la olas de su respiración, aún si
quedara en lo chato del papel o la frialdad detrás de un vidrio. Pero nos
alejamos cada vez más. Culpa, claro, de ir conociéndonos.
Comenzaba a sudar. Algunas gotitas al costado de la frente.
Anhelaba que el tipo del reflejo no lo notara.
Estábamos muy bien, sí, pero la abeja pica y se muere. La fruta llega a
su punto más dulce y se pudre. De cualquier lado de la cima, está el descenso.
A veces necesitábamos cogernos para olvidarnos de que estábamos
enamorados, y de que estábamos muriendo. Por lo menos un rato.
La relación agoniza. Nosotros
seguimos como si nada, sin permitirnos sentir de negro, porque serían años
tirados a la basura. Así nos empezamos a pudrir. Todo tiene olor a viejo, a
polvo y hace un frío polar que no piensa flaquear ante el sol que entra por la
ventana. Yo sé que de esto podemos salir, que yo puedo volver a conquistarla y ella
a robarme una sonrisa torpe con cada caricia. Sólo habremos muerto si se
desenamoró.
Cada dos o tres días,
se aparta del monitor, aunque no esté contemplado en sus 8 pasos, y le manda un
mensaje lindo mientras está en el trabajo. Ella tarda en contestar, está
ocupada. A veces le manda cosas que puedan llegar a excitarla. Pero ya no
funcionan. Tampoco ellos. Sabe que pueden salir, mi amor. ¿Te acordás de cuando me
pediste un tiempo? Lo hiciste sabiendo que yo estaba dispuesto a regalarte
todos mis días. Y volvimos, enamorados, sin poder sacarnos las manos de encima.
Pero resulta que un
día se cansa, y los mata. Siente angustia y alivio a la vez. Se cansa de hacer
malabares para que la ficha no caiga, para que el viento no apague la vela,
para que el despertador no suene. Y ella, que le gusta tener la última palabra,
empieza a poner en juego un montón de cosas que disparan los signos vitales,
pero ya está cansado, y la deja hablando sola, con el frío, con su eco.
Pasamos tiempo sin saber del otro. Pero recordándonos. Y recordar es, de
alguna forma y aunque sea lento, recorrer. Y viceversa.
Recordó todos los
rincones, ya repletos de hollín, oscuros, y supo que estaba escribiendo su
necrológica.
No te mueras que estoy pensando en vos.
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