“Una tele, queremos cambiar la tele de nuestra pieza”
me contestó mi papá cuando le pregunté qué buscaba en el catálogo de
electrodomésticos. Pensé que quizá se había roto, o algo no andaba y salía casi
lo mismo arreglarlo que comprar una nueva. Viste que a veces pasa, que las
cosas, mortales como nosotros, empiezan a fallar y por revivirlas te piden algo
parecido a por enviudar y conseguirte unas más jóvenes, más lindas, más tontas.
Eso exactamente buscaba mi papá, sólo que sin el averío de la actual. “Queremos
una tele más grande porque en la parte del mueble en donde va, sobra espacio a
los costados.” Raro. Rarísimo. Digo, la tele de ahora es bastante grande y, por
lo menos para mí, los huecos le dan un poco de aire a semejante pedazo de
madera. Para los que no conocen el cuarto de mi papá, que son básicamente
todos, el mueble abarca la pared entera en frente de la cama. Porque si hay
algo que no le importa a mi papá es el feng shui. O sí, a veces estas cosas
dependen de su mujer.
Esa tarde pensé mucho en mi papá y su tele, en lo
innecesario y caprichoso que me resultaba ese cambio pero también en que quién
soy yo para decirle a él cómo debe gastar su plata o cuántas pulgadas necesita
para ver los goles de Messi. Mi papá es así, se da lujos y no me parece mal,
para eso labura todos los días. Mantiene la simpleza en cosas más chicas, como
el café negro sin azúcar o un pedazo de dulce de batata con queso después de
comer.
Después de ir y venir, de bronca y desentendimiento,
de bichito comunista y colegio privado, aterricé en lo que -creo- me estaba
molestando desde el principio: los huecos no se tapan, se dejan a la vista o a
lo sumo se intentan llenar. No tiene nada de malo tener agujeros, habla de
nosotros y habla de las cosas. Cuentan historias. Hubo algo que fue tan
importante como para hacerse un lugar, moldear el espacio y dejarlo así al
ausentarse. Y el mueble vino así de fábrica, y la tele también, y quedan un
poco ridículos, pero no lo suficiente como para que uno piense en la ley del
embudo. Quedan en el punto justo de mal como para que esté bien. Hasta es un
poco tierno, es como si él fuera muy alto y se tuviera que agachar para que
ella, en puntitas, llegara a besarlo.
El problema es que mi papá lidia así con todo. Niega. Si
lo tapo, es como si no exisitiera. Y encima con cosas, y encima en perfecto
estado. Imaginate frente a una persona rota. O sea, cualquier persona.
Cualquier persona está algo rota, tiene huequitos que intenta llenar o fue
cambiada por una más joven, más linda, más tonta, menos rota. Y con
nosotros, las personas, los averiados, hay que sentarse a hablar.
Arreglar a un roto es difícil, más que nada porque lo
roto es como contagioso, por eso arreglar a un roto sale tan caro como darle la
espalda. Y dos rotos no hacen más que seguir rompiéndose. Y dos que se creen
sanos hacen como mi papá y eventualmente buscan otro modelo. Porque sí, porque
pueden.
Los rotos sabemos que no queda otra que amigarse con los huequitos, encontrar algo que les cambie la forma y los llene o, mientras tanto, jugar con el aire de ese espacio y abrazarlo, entenderlo. Será cuestión de paciencia y evitar darse por viudo antes de tiempo. Enamorarse de ese beso en puntitas y no, quizá, comprar una tele más grande.
Hace un par de días escribí algo sobre este tema también, pero sin el cierre buena onda, no se porque, quizas no lo pude encontrar. La cuestión es que creí que había dado vuelta el blog entero y de la nada acá encontré el cierre que me andaba faltando.
ResponderEliminarEn fin, sos una máquina de escribir cosas lindas.
Ay qué linda, gracias. Salgo del trabajo y te leo.
Eliminar(Posta gracias, sé que entrás seguido y me pone re contenta.)