"Mi psicóloga me dijo y yo le dije a mi psicóloga". Así empieza o vira a la mayoría de sus conversaciones últimamente.
Pablo se ha vuelto cada vez más dependiente, en general y de algo que (ya) no tiene. Recae en el aire mismo y entonces casi siempre cae. Todo cae. Es obvio pero lo escuchó hace poco en una canción. Tampoco genera nada nuevo, cosa de tener un punto de apoyo por más ínfimo que sea. No lo intriga el cambio. No lo entusiasma conocer. Cae o se mantiene incómodo.
Afinó su ojo para diagnosticar problemas y pormenores ajenos. Da buenos consejos. Alienta a animarse porque dice que de animarse nunca nadie se murió. No brinda como ejemplo la experiencia personal más allá de su terapia y eso casi siempre gusta. De la palabra de los que han vivido todo se descree fácil y rápido.
En su oficina casi todos se detestan entre sí. Hay dos que se sientan en diagonal y escuchan la misma radio. No intercambian ni un 'hola' pero, con los auriculares puestos, se ríen al mismo tiempo de los mismos chistes.
Se acerca Alejandra y le dice que cuando esté listo tiene alguien para presentarle. Él sonríe, saca la taza del dispenser y se va. Por el pasillo lo saluda Ricardo que está discutiendo con el chico nuevo. Le pregunta cómo se llamaba el primer baterista de Def Leppard. No sabe, hace el gestito universal de no saber y sigue de largo.
Hace días que, cada vez que no sabe algo, se siente tranquilo. Perdió toda curiosidad y sed de conocimiento. Lo reconforta no saber.
Va a la psicóloga, decía, y la semana pasada se pasó a diván. Antes de contar algo suele excusarse con "vas a pensar que estoy loco", "por ahí te parezco un pelotudo", y cosas del estilo. También se anticipa a la respuesta de la profesional y dice "ya sé que". A veces con un pero, a veces no. La psicóloga le dice que no se acostumbre a este Pablo, que es circunstancial y que lo está encarando de la mejor manera.
Eso último no lo convence, no lo llena, no lo nada.
En los últimos 10 días se le rompió el teclado, le explotó una birome en el bolso y se cortó la luz durante una de sus presentaciones. Típico de todas las cosas, fallar. También tolera el maltrato de su jefe, un bigotudo que cree que las mujeres todavía lo miran y habla todo el tiempo de plata, con cada vez menos temple.
La líbido es algo que supo conocer y manipular pero hoy dejó en un depósito. No le gusta hablar de eso. No le alcanzan los eufemismos para referirse a masturbarse, mucho menos a coger. Él le dice a su psicóloga y su psicóloga le dice. Y así, alquilando 100 minutos por semana ese refugio, se mantiene e intentar no caer.
Ayer se paró en el medio del living y pensó en ella. La cara lo delataba, estaba pensando en ella. Aunque no hubiera nadie ahí para acusarlo de eso o zamarrearlo, u otra técnica descartable de esas que vienen probando sus amigos; un grupo de pobres tipos con más dificultades para asomar sentimientos que cualquier ítem del pasillo de congelados, estaba pensando en ella. La diferencia con todos los otros momentos del día en los que piensa en ella, o sea con todos los otros momentos del día, es que sabía que había que dar el primer paso horrible hacia la -hoy- virtualmente infinita superación.
Sacó sus fotos de la heladera y hay un nido de cables alrededor. Mucho pero mucho polvo. Es grande el living, piensa. Más de lo que aparentaba lleno de sus cosas.
La extraña con partes del cuerpo que no sabía que tenía. Con esa tristeza que ya se volvió típica de todos los días. De todas las cosas. Repasa los rincones y se larga a llorar desconsoladamente. Agradece estar solo casi por primera vez. Ayer se llevaron los muebles. Mañana se va él, que alquiló un dos ambientes en Boedo. Hoy va a ser un día difícil.
Recibió muchos mensajes aunque relativamente pocos llamados. Lo agradece también. Varios le dicen que tiene que entender que la vida sigue. Pablo piensa que ese es el problema. La vida sigue y ese es el problema.
Nadie te va a salvar, Pablo. Principalmente porque seguís cavando. No querés estar mejor porque, igual, todo cae. No sos el primer mortal que debe atravesar una separación, mucho menos el primero en sufrir por amor. Necesitás un Pablo que te aconseje. Seguro hay, buscá, que estamos todos rotos como vos, y los problemas del resto, en este caso vos, nos parecen pavadas, como a vos.
Abajo del edificio de la psicóloga se encontró con una chica que iba al 4to 03, al dentista. Demoraron en bajar a abrirles a los dos. Ella prendió un cigarrillo y le ofreció. Pablo no fuma. Aceptó. Ella comenta que no debería fumar antes del blanqueamiento. Él dice que está por entrar a la psicóloga así que fumar es, en todo caso, otro desatino del montón. Ni el más importante ni el más despreciable. Igual es mentira, pero.
Lucía se llama la chica. Pablo se ríe de algunas boludeces y todo parece ir a plano general de ellos dos sentados ahí en el escalón del edificio rodeados de barrio, charlando entre sonrisas, coqueteando. Debería haber una música de fondo que insinuara el principio de algo lindo y así todos nos olvidamos de que alguien tiene que bajar a abrir. Pero Pablo, sin plena consciencia de ello, va a dejar pasar esta oportunidad por no sentirse preparado. Por pensarse nocivo o algo así. Por no exponerse también.
Lucía y Pablo no se van a ver nunca más. Pablo no le va a hablar de ella a la psicóloga. Quizás se toque pensando en que están juntos y la recuerde más de cinco o seis veces.
Pablo está mal, un poco porque está mal y otro poco porque cree que estar mal es lo que, en su situación, está bien. Y entonces a Lucía la va a dejar pasar.
Lucía y Pablo se gustaron pero no se van a ver nunca más. Porque hacernos creer que y decepcionar es típico de todas las cosas.