lunes, 23 de diciembre de 2013

Cuando me despierto un rato antes que vos.

Me falta el olor de tu cuello porque estás durmiendo de costado, dándome la espalda, mirando para allá. Yo pienso, mientras tanto, en cuánto tiempo pasará antes de que dejemos de elegirnos. Un instante, porque en cualquier momento va a sonar tu alarma y vas a empezar a vestirte, luciendo ojeras para que todo el mundo sepa que dormiste poco.
Me pregunto si estaré bien o querré mudarme de cuerpo, o si terminaré saltando de cama en cama, como en un recorrido de obstáculos, con los ojos en la meta y la cabeza en descifrarla. Si gastaré el teclado recordándote, o cuántas copas de vino me llevará cambiar de tema. Y cuántas retomarlo. Quizá me ponga contemplativa y pase mucho tiempo en el balcón. Aunque no creo, me dan miedo las alturas.
Tal vez te escriba un mail, largo o no tanto, contándote que algo en mí se murió cuando te fuiste. Que perdí peso, que al final no me voy a teñir, que estoy fea. Que no puedo pensar en otra persona porque cuando el corazón está roto, ninguna margarita tiene pétalos. Que extraño el olor de tu cuello y que igual, cada tanto, me asomo por la ventana y veo que el olmo tiene alguna pera. O algo así. Viste que yo soy de combinar banalidades con la más trillada cursilería. Si estuvieses despierto, me dirías que eso es redundante.
Canciones tristes, muchas. Muchísimas, repitiéndose mil veces. Más duele, más me gusta. Quiere decir que todavía puedo y sé sentir. ¿A las cuántas canciones te volverías parte del pasado?
Te toco la espalda. Son caricias suaves para darme cuenta de que estás durmiendo al lado mío. Quiero que te despiertes pero no quiero despertarte. Esta espera me hace pensar, me agudiza los sentidos, y las canciones suenan más fuerte y el balcón está más alto. Te toco porque acá arriba hace frío. Te toco para sostenerme.
Yo creo que me mentiría, me convencería de que la soledad se elige y, cuando uno sabe domarla, en esa elección está la libertad. Pero no, me pudro por dentro. Me muero. Quiero hablarte, besarte, sentirte. Intento entender, mientras dormís acá al lado y nos separamos, que a la altura se le teme más por distancia que por altura. Y quizá entre lágrimas ponga un pie en el aire y elija tirarme. Porque después de todo, la muerte es liberadora.
Siento el viento hacerme cosquillas en la planta y los dedos. ¿Cómo hiciste para dejar de quererme, mi amor? Suelto la copa y, con los ojos cerrados, la escucho caer, ansiando que ese estallido de vidrio te despierte, porque pensar me está empujando. El vino coquetea con el aire mientras yo te acaricio un poco más fuerte, es que esta espera se está volviendo vertiginosa. Inhalo, como tratando de quedarme con todo tu olor, y voy.
Pero entonces suena tu alarma, el instante se termina y te das vuelta, nos miramos y estamos juntos. La copa nunca se oyó, porque a veces lloramos sabiendo que, si perdemos el equilibrio, la soga se mueve o apoyamos mal un pie, de la caída nos salva un abrazo.

jueves, 5 de diciembre de 2013

Respirar.


Le dijo, mediante gestos, que ya estaba lista. Él tomó el pincel y comenzó a intentar inmortalizarla. Le gustaba retratarla y verla desnuda. Creía que su piel revelaba el costado sentimental, frágil que tanto le costaba mostrar. Ante sus ojos, el desnudo era tan hermoso como simbólico. Mientras tanto, ella palabreaba sobre los hombres y la prisión que representan las relaciones sociales. “La libertad la entiendo como una construcción cotidiana, en la que se debate y pelea para ser uno día a día, pero distinto. La libertad está anclada en la reinvención de uno mismo”. Solía hacer eso, de estigmatizar al hombre por la presión social de encontrarse en permanente cambio para no volverse un eterno parásito, o una piedra. Y a veces acordaba, y algunas otras detestaba su reducir las relaciones a simples transacciones. Ella era pragmática, él siempre dejaba un poco de aire entre el suelo y sus pies.
     Trazaba sus cantos con quisquillosa delicadeza y precisión, pues era su parte preferida. La había pintado una y mil veces, tras una y mil discusiones y reconciliaciones. Era difícil lidiar con quien creía saber y poderlo todo. Pero esas piernas. Esas piernas.
Había leído en algún lado que mejor que tener una musa es haberla perdido. Por eso guardaba una y mil pinturas. Ella posaba como si fuera su trabajo, con un tedio en su exhalar que habría matado todo a su paso. Afortunadamente, tenía la figura de quien vibra de pasión.
    Intentar inmortalizarla era en vano. Ambos sabían que no duraría mucho más. Una mujer hermosa es aquella que recibe oxígeno y devuelve, así sea casi imperceptible, luz. Sus piernas eventualmente se pudrirían, y el trazo sería más tosco. Él cargaba con la culpa de comprender que ella no sería por mucho más. La dibujaba para alargarle la vida. “Una pincelada, un latido” pensaba. Quería que entendiera, pero no lograba hacerla flotar. Hervía de furia al no poder sacar la espada de la piedra. Le molestaba que ella, como figura, condicionara el fondo y no a la inversa. Porque su amor no había sido más que una transacción. Un acuerdo entre cielo y suelo que se había renovado una y mil veces y que, de no haber sido por esos cantos, se habría muerto hace cientos de cuadros.
-          Pintar es mi dejar ir.
-          Está bien, lo entiendo.
-          ¿Si? Porque a veces creo que no te interesa y hasta te cansa ser mi aliento.
-          Lo entiendo porque hay que canalizar, porque así es la vida. Porque vos creés que yo soy más que una chica parada acá, pensás que con algunos cuadritos vas a impedir que se me pudran las piernas, que no cambie nunca, impedir que deje de ser libre. Porque no querés entender que respirar no es más que inspirar y expirar.
Pasó un último pincel por su pelo y así, sin más, la vio convertirse en piedra.

viernes, 15 de noviembre de 2013

Cosas.

A veces, cuando estás lejos, escribo cosas. Te escribo cosas. Algunas que no te mando nunca, o las leo y cambio un poquito para que sí. Tengo un montón de borradores en la carpeta de Borradores. Cosas que posiblemente no salgan de ahí. En fin, cosas.
Hoy caminé hasta el subte en vez de ir a tomarme el colectivo. Son 4 cuadras extra, pero estuvo lindo. Más tiempo y movimiento para pensar en vos. Vos sobre música y personas que me pasan por los costados y yo, dependiendo de qué canción esté escuchando, siento que voy más rápido o más lento que ellos. Me acuerdo de Seaside, que es de "una bandita que ahora es famosa pero en 10 años no la ubica nadie”. Entonces me estaba moviendo lento. Si la escucharas, entenderías. Y si me decido a mandarte esto, te la voy a pasar.
      Hay cosas que parecen pavadas. Como quién ceba el mate, la diferencia entre manga tres cuartos y manga larga, o qué canción viene después de la que está sonando ahora. O 4 cuadras. Pero uno cambia en esas cosas. Crece, se achica, llora, aprieta, retiene, repite, deja ir.
En ese pensar en vos, caminando lento, más lento que el resto y escuchando música, supe que iba a ser un día de lo más corriente. Llegaría al trabajo, saludaría a mi jefa y a Hugo, que estaría tomando mate. Hugo diría algo que no alcanzaría a escuchar porque habla terriblemente bajito y ya, al tercer “¿qué?”, dejaría de preguntar. Pasaría por el resto de los escritorios y volvería a sentarme acá, al mío, frente a esta computadora.
Quizá sea de cobarde, de tímida, o no sé de qué, pero me alivia pensar en que el día será todo lo común que puede. Yo creo que es porque, dentro de lo estables, estáticos que son mis días, encuentro el movimiento en cosas chiquitas, que no ofrezcan muchos sobresaltos, e intento agrandarlas. Como un abrazo tuyo. Algo sencillo, un brazo que me envuelve por la derecha y otro por la izquierda. Y a veces, si es de noche y a falta de música y personas, nos escuchamos respirar. Son cosas así las que tomo para tenerte cuando estás lejos. Te pienso mientras camino. Hago 4 cuadras de más, y después escribo.
En tu abrazo hay olor a menta, porque recién volvés de lavarte los dientes. Y apenas nos acostamos, me intriga saber si tenés los ojos cerrados o abiertos. A veces hasta te lo pregunto. Bueno “hasta”, ni que fuera gran cosa. Pero es una cosa. Y es importante, como todas. Es que ahí, cuando abro la boca, rompo el silencio en el que me abrazás, y me arriesgo a romper todo el resto porque, como no hay nada más que nosotros respirando, el silencio es lo que nos sostiene.
Aunque yo estoy acá y vos allá, y sólo te estoy escribiendo esto, y quizá ni siquiera te lo mande, sé que ahora nos queda una noche de estar abrazados por delante. Para después despertarnos, abrir las persianas, que vos quieras levantarte a hacer mate y yo intente retenerte, apretados, hasta dejarte ir.
    No sé, son cosas que pienso cuando estás lejos. Mientras camino, y me doy cuenta de que debería haberme puesto la remera con manga tres cuartos, porque estoy teniendo un poco de calor. O cómo ahora, que suena esta otra canción, te extraño. O que alguien que te cebe el mate es mucho pedir. Pero, como con el resto de las cosas, hay que soñar en grande, e ir creciendo ahí adentro.



jueves, 31 de octubre de 2013

Lento.


Siempre seguía los mismos 8 pasos. Prendía la computadora, inclinaba la pantalla de tal manera que el reflejo molestara apenitas, casi nada, lo suficiente como para que, si no se le llegaba a ocurrir una idea, pudiera culpar a ese zumbido de vidrio. Sacaba punta al lápiz con su artefacto pretencioso, agarraba el anotador, escribía la fecha, se llevaba el lápiz a la boca, se ponía los lentes y se sentaba. Inhalaba como reviviendo, y exhalaba ya cansado. Sabía que gustar de la escritura era lo peor que jamás podría haberle pasado. Tipeó una L, quizá queriendo empezar una historia sobre ella, algo suyo, algo que tuviera que nombrarse a partir del artículo femenino más corriente. O tal vez sólo era “Luz”, “Leñador”, “Libido”. “Lento”.
Lento. Depende de quién lo recorra. O no. No se explica con ‘depende’. Se es o no se es responsable de lo que se recorre. Y punto.
Cuando era chico, esperaba la vuelta de las vacaciones por varias razones. Le gustaba llegar primero, mirar el patio y anotar qué pensaba que pasaría a lo largo del año en cada rincón. También disfrutaba de escuchar qué había hecho el resto en esos dos meses de calor insufrible. Cada relato era una historia en potencia. Algunos se iban al lago, otros tenían una pelo-pincho, a Tomás siempre le compraban un perro nuevo porque se le escapaban o se morían. Así se fue enamorando de ella. En cada vuelta. Lento.
Tantos se la habían llevado a la cama. Amantes con los que toda mujer sueña revolcarse, y que todos los hombres quieren ser. ¿Qué podría hacer él para conquistarla?
El reflejo en el monitor comenzaba a zumbar más alto, y un millón de personas le habrían dicho que ese reflejo tan mínimo no molesta, pero él se veía allí. Incierto, perdedor, con un lápiz en la boca. Verse a uno mismo en un reflejo casi imperceptible es infinitamente más molesto que verse íntegro, de oreja a oreja, de idea a idea. No sobraba tiempo para lamentarse. Debía recorrerla, colonizarla.
Yo me propuse a pensar en qué pasaría por cada uno de sus rincones, como en el patio, pero con más curvas, con la olas de su respiración, aún si quedara en lo chato del papel o la frialdad detrás de un vidrio. Pero nos alejamos cada vez más. Culpa, claro, de ir conociéndonos.
Comenzaba a sudar. Algunas gotitas al costado de la frente. Anhelaba que el tipo del reflejo no lo notara.
Estábamos muy bien, sí, pero la abeja pica y se muere. La fruta llega a su punto más dulce y se pudre. De cualquier lado de la cima, está el descenso.
A veces necesitábamos cogernos para olvidarnos de que estábamos enamorados, y de que estábamos muriendo. Por lo menos un rato.
La relación agoniza. Nosotros seguimos como si nada, sin permitirnos sentir de negro, porque serían años tirados a la basura. Así nos empezamos a pudrir. Todo tiene olor a viejo, a polvo y hace un frío polar que no piensa flaquear ante el sol que entra por la ventana. Yo sé que de esto podemos salir, que yo puedo volver a conquistarla y ella a robarme una sonrisa torpe con cada caricia. Sólo habremos muerto si se desenamoró.
Cada dos o tres días, se aparta del monitor, aunque no esté contemplado en sus 8 pasos, y le manda un mensaje lindo mientras está en el trabajo. Ella tarda en contestar, está ocupada. A veces le manda cosas que puedan llegar a excitarla. Pero ya no funcionan. Tampoco ellos. Sabe que pueden salir, mi amor. ¿Te acordás de cuando me pediste un tiempo? Lo hiciste sabiendo que yo estaba dispuesto a regalarte todos mis días. Y volvimos, enamorados, sin poder sacarnos las manos de encima.
Pero resulta que un día se cansa, y los mata. Siente angustia y alivio a la vez. Se cansa de hacer malabares para que la ficha no caiga, para que el viento no apague la vela, para que el despertador no suene. Y ella, que le gusta tener la última palabra, empieza a poner en juego un montón de cosas que disparan los signos vitales, pero ya está cansado, y la deja hablando sola, con el frío, con su eco.
Pasamos tiempo sin saber del otro. Pero recordándonos. Y recordar es, de alguna forma y aunque sea lento, recorrer. Y viceversa.
Recordó todos los rincones, ya repletos de hollín, oscuros, y supo que estaba escribiendo su necrológica.
No te mueras que estoy pensando en vos.


jueves, 17 de octubre de 2013

No, de verdad.

Miento. Mucho y muy bien. No, de verdad. Sé mentir, sé simular que miento para que se note y en realidad se filtre la verdad, pero ahí estoy mintiendo de nuevo. Y a vos también te mentí. Varias veces. Algunas con cosas poco importantes, como que me encantaba el asado, o que había visto esa película. Otras fueron mentiras más pesadas, que no pretendo blanquear, pero sólo quiero que sepas esto, que mentí y que miento.
No es porque sí, por aburrimiento o porque me salga muy, muy bien. Es porque no tenemos nada en común. Nada. Y yo esperé, me fijé, presté atención a ver si te enamorabas de nuestras diferencias, pero no. Es raro, porque aunque no seamos compatibles más allá de mis inventos, yo siento que vos sos perfecto para mí.
Quiero conocerte de nuevo, cruzarte por la calle, pensar que sos lindo, acercarme, presentarme, decir que hola, que Julieta, que no me gustan los asados, que lloro con 3 de cada 5 películas que veo, que no soy fanática de Xavier Dolan ni de Feist. Es más, esperé a que vos dijeras "Feist" para saber cómo se pronunciaba. Que digo que no sé cantar, pero creo que canto muy bien. Que es la primera vez que hago esto (eso) y que tengo ganas de invitarte a tomar unos mates a casa. Así, sin laberinto, sin buscar ser un enigma o una loca de mierda, de esas que querés cagar a trompadas, pero por algún motivo esperás un ratito más, y otro, y otro.
Quiero que me encuentres un millón de defectos que me hagan perfecta. Equivocarme en alguna conjugación y apresurarme a darme cuenta antes que vos. Reírnos. Quiero enseñarte a sonarte la espalda. Vos lo hacés mal, pero como me quisiste mostrar el primer día y yo tenía ganas de tener una excusa para mirarte mucho, te dije que ni idea, que dale. Pero lo hacés mal. Un día vas a quedar con una puntada entre vértebras, y te voy a tener que destrabar y se me van a caer todas las mentiras. Porque vas a indagar, porque así sos. Y me encanta que seas así, que hagas cuentas con acontecimientos, y vayas hilándolos mentalmente hasta llegar a conclusiones que nada tienen que ver con las premisas. 
Hoy estaba buscando el cargador en la cartera y saqué las llaves. Estuve 4 minutos mirándolas, pensando en para qué las había sacado. Porque estoy perdida. Porque a mí misma no me puedo mentir. Y vivo con el miedo de que un día te levantes y no te guste más, y saber que no soy yo la que no te gusta, y pensar en que yo podría haberte gustado. Yo, la que conjuga mal, la que no sabe decir ‘Feist’. Tengo mucho miedo de que me dejes y ni siquiera me hables siendo egoísta, porque me extrañás. Pero no a mí, a lo que yo te presenté cuando nos conocimos. Hablame, extrañame. Hablame así yo te digo que por favor no me hables, que no me hagas más difícil el dejar de pensarte.
Te quiero mucho. No, de verdad. Mucho. Ahora que me confesé, todo lo que diga y haga va a parecer inventado. Pero ya que no nos podemos volver a conocer, porque, aunque me encantaría sentirme todos los días como ese día, conocerse es cosa de una sola vez, te cuento esto. Que miento.


jueves, 19 de septiembre de 2013

45 segundos.

El semáforo se puso en rojo.

Estaba sentada de espaldas al recorrido. Bueno, no al recorrido, sino a la dirección en la que se estaba haciendo el recorrido. ¿Dirección o sentido?

Leía con auriculares puestos, con uno solo me parece. El cable negro se perdía en su pelo, que estaba suelto y era casi del mismo color. Quizá un poco más clarito, pero no llegaba a ver bien. El libro no era ni tan gordo como para creer que se trataba de una pensadora feminista con ideas revolucionarias, ni tan corto como para que fuera de esas chicas a las que no les gusta leer, pero lo hacen cada tanto porque algo les dice que deberían. Igual, todo era pura conjetura. Pero desde que giré para abrir la ventana del colectivo en el que yo estaba, no le pude sacar los ojos de encima.
No era la misma línea, ni uno que me hubiera tomado alguna vez para llegar al trabajo. Tampoco solía prestar tanta atención al resto de los colectivos. Casi siempre eran 51 minutos, a veces 6 más, a veces 2 menos, en que lo único que pasaba era que me iba acercando más a la oficina.

Sentí algo de bronca por no estar en el mismo colectivo que ella, y otro poco de alivio, consciente de que, de todas formas, no me le animaría. Igual, me puse a pensar en cómo sería, todavía mirándola.

No despegaba los ojos del libro. Tardaba un poco más que yo en pasar la página. No que yo sea un lector rápido o ágil, quiero decir que tardaba un poco más de lo que creo que es normal en pasar la página. Era morena, pero de las que son morenas todo el año, todos los años, sin importar cuándo y si sale el sol.

Siempre sostuve que es casi imposible encarar a una chica que está leyendo. En primer lugar, porque está haciendo algo que le gusta, que le interesa, y la interrumpís. Segundo, porque lo obvio es preguntarle qué está leyendo, y si no conocés el autor o no tenés ni idea de qué va, quedás como un bobo. Después, si efectivamente tenés suerte y leíste ese mismo libro, todo lo que digas le va a importar poco, porque hace 3 minutos que quiere retomar su historia y vos se lo estás impidiendo. Lo ideal sería encontrar la forma de que ella me hablara a mí. O música. Alcanzar a ver qué está escuchando. En canción me siento mucho más cómodo que en libro. Pero llevaba el cable, además de perdido en su pelo, conectado al bolsillo.

¿Y tu nombre? No, no voy a ser tan gil de tirarte un nombre cualquiera para iniciar conversación. Lo que quiero es pensar en cuál es tu nombre. A mí me gustan los nombres cortos. También los que no tienen diminutivo. Creo que te llamás Clara. Porque no pega con vos, ni con tu piel, ni con tu pelo. Pero sin contradicción no somos nada, y de este lado, en este bondi, te llamás Clara.

Probablemente tengas ojos miel o marrones, pero la ventana está sucia y vos mirás para abajo, pasando ahora de página, con las uñas sin pintar y rascándote la nariz. Ojalá que tu nariz tenga algunas pecas. Quisiera poder acercarme un poco, y terminar de dibujarte, Clara. Debés ser muy torpe con las manos, y asustadiza. No estoy seguro de cómo será tu voz, pero creo que respirás casi suspirando. Respirás y se escucha que estás respirando. Eso deambula por la línea que lo separa de algo molesto, pero termina sonando suave y hermoso.

Doy un paso tímido, sin puta idea de qué decirte, transpirando y tragando. Te acerco la mano al hombro, como para apoyarla, para tocar tu pelo, y que levantes la cabeza del libro. Te siento.

El semáforo se puso en verde.

martes, 13 de agosto de 2013

Pozo.

Habíamos estado girando sin vernos, como tirándonos de un barranco. Pero no éramos nosotros sino dos sombras, dos siluetas revolcándose. En eso pensaba cuando me preguntaste en qué estaba pensando. Pero contesté cualquier otra cosa, algo sobre los azulejos de la cocina y sus formas.
            Sonaba música muy bajita, tan bajita que parecía humo con el que se podía jugar. Vos marcabas el ritmo en mi panza, yo hacía fuerza para no dejar de pensarte como una sombra, porque me daba miedo saberte de carne y hueso, fuerte, tangible; y ya con tu exhalar en mi nuca se volvía cada vez más difícil. Creo que todavía estaba en la cornisa de las expectativas, mirando hacia abajo, queriendo tirarme a lo real pero no sabiendo cuán lejos estaba, ni si tenía paracaídas. Olvidando que no saber volar es sólo un cuento mal contado.
            La oscuridad jugaba a mi favor. En tanto no hubiera luz, vos no serías real. Yo tampoco. Y los dedos golpeando suavecito mi piel podían ser cosquillas chinas, de esas que nos agarran de repente a la noche y pensamos que quizá sea algún espíritu. Lo mismo con el aire en mi nuca, un chiflete que entraba por la ventana.
            Las sombras estilizan y enaltecen. Seguramente me estabas viendo así, en versión sombra, mientras que el miedo que tenía me reducía tanto que habría entrado entre tu boca y mi nuca. Me preguntaba si vos también estarías concentrándote para no ver eso. Como yo, pero distinto. Es que la tristeza que tratábamos de ocultar se notaba demasiado como para no enamorarnos.
            Una revolcada entre siluetas que pasaría a ser recuerdo, como tantas otras. Porque de eso nos alimentamos, de pedacitos de pasado. Somos un rompecabezas de pasado, y se nos distinguen las grietas, las divisiones entre piezas, las que metimos a la fuerza en donde no debían ir. Pero sin luz, todo eso no es más que una linda combinación de palabras.
            “No hay nada de malo en no querer ver, no te hace menos hombre” te dije, bajito, casi suspirándolo, en parte anhelando que no escucharas. En eso el humo que no había se quedó quieto, ya impidiéndonos jugar. Te paraste, cortando el chiflete y las cosquillas, y te moviste, todavía silueta, hacia la puerta. Prendiste la luz.


Yo me achiqué tanto que me perdiste de vista. Vos te desdibujaste, te desvaneciste. Finalmente, fuimos reales. Se ve que volar no es fácil.

jueves, 25 de julio de 2013

103 cuentos.

Tengo 103 cuentos sin terminar. Todos, quiera o no, hablan de mí. Algunos también de nosotros, otros de vos. Hay uno que empieza contando la historia de dos que se enamoran sin haberse visto nunca. Él escribe tan lindo que ella siente que lo puede tocar a través de sus palabras, y le gusta, y se lo confiesa, pero él le dice que ella no se puede enamorar de él por cómo escribe, y ella le dice que acepta el desafío.
Él pierde. Ella también.
            103 cuentos que no sé a dónde quiero que vayan, que me encantaría que fueran solos, soltarles las correas. O por lo menos entender que ellos me tienen que soltar a mí. Somos así de inseguros y circulares, ¿viste? Y hace mucho que es inconcluso, que es pasajero pero es siempre, y que es lo mismo. Prefiero seguir girando a caer en que ya no puedo terminar de escribirte.
            Otro cuenta la historia de una chica que mira a otra chica que está al lado de un chico que la está mirando a ella. La chica a la que mira la primera chica tiene tobillos finitos, aros de feria hippie y un tatuaje en la nuca. La chica a la que mira el chico tiene los pies chuecos de la vergüenza, y pasa otra noche solitaria, rodeada de gente que no le cae del todo bien, con ganas de querer, o por lo menos de extrañar a alguien. No sé cómo seguir. Me gustaría que pasara algo entre ellos durante esa noche, pero que esa noche se sintiera como toda una relación. O que esa noche fuera el tímido nacer de lo que después se convertiría en su rutina de malabares, y una fascinación por escapar de los nudos que ellos mismos irían atando. Como si en una noche él fuera rebelde, la mirara, la deseara, todo con la chica a la que estaba mirando esa chica al lado. Pero no me sale, creo que ellos dos ya se ignoran con la misma intensidad con la que esa noche, o sea, en realidad, nunca, se quisieron tener. Es que me gusta creer que no hay nada más sospechosamente perfecto que lo desconocido, por eso ellos, y por eso los del anterior, también.
            Y a veces pienso que los cuentos, en sí, no son más que una sucesión de palabras. Pero después me acuerdo de ella, de la que se enamoró de él por cómo escribía, porque lo podía tocar letra por letra, y me doy cuenta de que no. Dejé a 103 historias en la calle, pasando frío, creyendo que el amor podía escribirse sin sentirse.
            Hace algunas semanas empecé otro, uno de cáscara pegajosa, lleno de metáforas que parece que enaltecen pero sólo engordan, tratando de maquillar la autorreferencialidad cuando, ¿por qué?, si no soy mucho más que metáforas marketineras. Y vos tampoco, por eso apenas nos conocemos. En este cuento estamos los dos extrañándonos. Bah, yo creo que te extraño, pero no sé si es angustia, o capaz aburrimiento, hasta podría ser hambre. ¿Resaca? Qué se yo, el punto es que te estoy extrañando y vos a mí. Y extrañar no se corta con agua, no se suspende por lluvia, no se interrumpe por cadena nacional. Entonces me es muy difícil terminar(nos en) este cuento. También, en parte, porque somos inseguros y circulares.
            Ojalá alguien me hubiera dicho que te disfrutara, que quedaba menos tiempo del que pensaba. Porque yo pensaba que iba a durar para siempre, como vos. Pero no, el miedo nos embargó todo. Y eso es lo que me pasa con los puntos finales de estos 103 cuentos.
            Hay uno que está a punto caramelo, pasa que vos. Sí, vos, sin ninguna razón ulterior que de sentido a eso. Vos sos la razón misma. Porque te quiero tanto que me duele, me pesa y me frena. Igual es mi culpa por no soltarte, lo mismo con los cuentos. Y entonces las ideas se van deshaciendo, línea por línea, como rindiéndose porque hoy le quedan muy grandes a mi escribir. Resta esto, escribir sobre no poder escribir, o sobre no poder terminar.
Quisiera resolver mi problema, es que no sé qué tendría que pasar primero, si poder escribirte y terminarte o poder terminarte y así escribirte y terminarte. Es un poco porque me aferro a las correas, y otro poco porque somos inseguros y circulares.
            Amamos las palabras, pero a veces pueden esperar. Y no quiero que seas mi cuento 104. Voy a soltarte, a desearte lo mejor, a alentarte a vivir cada uno de los cuentos que no terminé, y a terminarlos. Voy a dejarte ir y si querés podés ser él, el chico que escribe muy lindo, o el que tiene novia pero por una noche, una noche que es eterna por el tiempo que dura esa noche, se escapa con la chica que mira a su chica. Te invito a que nos desnudemos de metáforas, que ya no nos quedan, que pasaron de moda. Voy a soltarte, y a dejarte hacer de lo pasajero eso mismo, lo pasajero, y no lo siempre. Ojalá puedas. A mí me costó 103 cuentos.

sábado, 6 de julio de 2013

Vagabundo del triángulo vacío.

No quiero ir para el norte, aunque el norte guarde poesía. Detesto que siempre haya que tener un norte, un a dónde. Yo sé que allá está todo el agua que falta en el desierto, que el norte tiene sabor y olor a algodón de azúcar, que hacen 23 grados todo el año. Y sé que de hecho no existen los años, no existe el tiempo a menos que uno quiera. Pero yo me perdí acá y acá me quedo.
Lo último que recuerdo es verla sacándose el sweater, y que la remera que tenía abajo se quedara pegada y subiera también. Dos segundos, por ahí tres hasta que se diera cuenta y, enredada en polyester, se apresurara a cubrir su panza. Bastante tonto me había parecido eso estando yo a, como mucho, un cuarto de hora de desnudarla.

Supongo que te convencías de que no, que no iba a pasar nada. Que recién nos habíamos conocido hace algunos días. Si supieras la ternura fascinante que me causa pensar en ese autoengaño.
Y así, poco antes de los diez minutos ya tenía los dedos enredados en tu pelo, con ganas de tirar y escuchar tu exhalar intenso, pero sabiendo que todavía no. Tenías el celular y las llaves en los bolsillos, así que te paraste para dejarlos con el resto de tus cosas. Bah, con el sweater. Y ahí mismo, parada, empezaste a desabrocharte el pantalón, mientras yo frente a esa imagen hervía.
Eso es lo último que me acuerdo.

Acá estoy ahora, vagabundo de esta simetría de vacío, de laderas curvas, convexas, y de un techo que me alienta a estirar la mano y robar aunque sea un poco de miel.
Y te escucho, te escucho hablarme por encima del eco de coletazos que pasan por tu gomita, esa que vi que tenías en la muñeca… ¿derecha? Te estás atando el pelo. Le das dos, tres, cuatro vueltas, revoleándolo. Me imagino lo mejor, porque aunque me encante enredarme ahí, sé que esos coletazos o, bueno, esa colita, es la precuela de mi historia preferida.

Yo había escuchado a gente hablar de un triángulo donde algunos desaparecían. El mito decía que quedaban absortos en un espacio para nunca más salir. Y nadie los encontraría jamás. Interesante, quién no soñó con desaparecer alguna vez.

Me veo ahí sentado, como un gil, casi babeándome enfrente tuyo. Es que te pusiste una bombacha blanca de algodón, y entonces ya está, me rindo, ganaste. Qué puedo hacer. Pero acá es otra cosa. Este vacío es como un balneario. Tenés la piel más suave que rocé en mi vida. La arena más blanca de la playa más virgen. Quiero ver qué pasa si abrís las piernas, y supongo que él, bueno, yo, también. Me intriga saber si me caeré y a dónde.

Y ahora te veo acercarte, ya sin ropa, al pelotudo ese en el que me convertí desde que vi tu triángulo vacío. Y estos pensares, que ni siquiera llegan a ser reflexivos, que se filtran más por calentura que por solemnidad, morirán acá conmigo. Nadie se va a enterar de este lugar, va a ser mi balneario de vacaciones hasta que decidas matarme. No podría pensar una forma más hermosa de morir que asfixiado entre tus piernas. Y así, por primera vez, viviría. 

No te voy a poder dar la noche que merecés, lo lamento muchísimo. Pero tampoco me arrepiento, porque me veo ahí desconcertado, sediento de vos y no me urge volver. Desde acá puedo sentirte exhalar. Y no creo necesitar más que tu simetría, desnuda y tan pura. No, ni siquiera el norte.

domingo, 16 de junio de 2013

Los sábados.

Supe que me gustabas el cuarto sábado que coincidimos en Loreto. Vos vas todos los sábados, ya sé. Yo voy cada tanto. Es rica la hamburguesa de ahí, pero Jazmín es vegetariana y, bueno, muchas opciones para ella no hay.
Ese sábado nosotros estábamos sentados en una de las mesitas de afuera. La de la izquierda de más atrás. Llegaste en bici, la apoyaste sobre un árbol en la vereda de enfrente, le pusiste el cosito para que nadie se la llevara y levantaste la cabeza. Tenías el pelo con un rodete desprolijo, como a medio hacer, y te daba el sol justo en la cara. Fruncías un ojo y ese frunce arrastraba un poco de tu boca. Cruzaste la calle con una mueca así, e intentando que tu mano lograra algo de sombra. Estabas hermosa. Miraste que no viniera ningún auto y después para acá. Bah, para ahí, para Loreto. Pero el sol no te dejaba identificarnos. Entraste, nos viste y saludaste sonriente, con tonito de sorprendida no sé bien por qué. Ya nos habíamos encontrado en ese mismo lugar el sábado anterior, y el otro, y el anterior al anterior a ese. Pero tenés ese tono de sorpresa grata siempre, de ‘hola’ con la “o” prolongada. En otras personas me molestaría, en vos no.
Jazmín te preguntó si querías sentarte con nosotros un rato, pensando que estabas sola. Yo ya las había presentado hace dos sábados, ¿te acordás?, ya sabía que eras Camila, la amiga de Nico que me había contactado para preguntarme algo sobre unas lentes. Pero estaban tus amigas adentro, así que seguiste de largo. En ese momento, la cabeza me aturdía tanto que lo único que escuchaba era la transpiración salir de mis poros lenta y dolorosamente. Como si fueran gotas de cemento.
Si yo inclinaba la silla un poco para atrás, alcanzaba a verte. Pero uno puede estirarse o sonarse la espalda tantas veces hasta que empiece a resultar sospechoso. Mientras, Jazmín me contaba algo de su hermano, algo sobre la novia me parece. Vos te reías con tus amigas. Bastante escandalosas, debo decir.
Nos fuimos nosotros primero. No entré a saludarte porque me pareció demasiado. Pero me imagino que te habrías parado y dicho “¿ya se van?”. Nos habríamos dado un abrazo cortito, de esos que apenas sentís al otro, pero lo suficiente como para que quede latente un rato.
Ese sábado, cuando volvimos a casa, Jazmín puso una película y nos acostamos en la cama. Ella apoyó la cabeza en mi hombro, yo le pasé el brazo por atrás y senté mi mano en su orilla, así llamo a la curvita del costado de su panza. Me corrió la mano, sacó del bolsillo una cajita de cigarrillos y de ahí, un porro. “¿Me alcanzás el coso, amor?” me dijo, refiriéndose al cenicero. Me estiré, lo agarré y se lo di. Volví a envolverla.
La película corría mientras Jazmín fumaba. Yo le di una seca nada más, no tenía ganas. Me puse a pensar en el día que la conocí. Fue en un cumple de Nahuel, me acuerdo perfecto. Yo buscaba una botella de fernet que tuviera aunque sea un poco para hacerme medio, ella estaba sentada al borde de la pileta, con los jeans arremangados y los pies en el agua. Picaba para armar. Di unos pasos para contemplarla más de cerca. Cada movimiento me seducía, pero me di por suyo en el momento en que chupó la seda para cerrarlo. Muy suave, muy despacio, casi en cámara lenta. Su lengua fue y volvió por esos 6 centímetros de papel transparente. Parecía que tenía los ojos cerrados, pero no. Finalmente lo selló con los dedos, levantó la mirada y me pescó ahí, atento, indefenso, perdido. Entregado.
En ese instante me sentí casi como el sábado este que te digo en Loreto. Casi igual de aturdido. Pero yo a Jazmín no la conocía. A vos, Camila, ya te había recomendado lentes para tu cámara, y te había visto el sábado anterior, el otro, y el anterior al anterior a ese. 
Me encanta tu nombre. Pega con vos, creo. Camila es nombre de chica que se ríe y sonríe por cualquier pavada, que se resfría seguido, que pide perdones innecesarios, que saluda con abrazo cortito, que tiene cosquillas. Así te imagino. Así. Quiero hacerte cosquillas en la panza con la barba, y que trates de contener la risa porque te enoja que tenga barba, pero no puedas.
La película mostraba una pareja acariciándose apenas con las yemas de los dedos, con los ojos cerrados y la boca entreabierta. Fue el único momento en que presté atención, después volví a asomarme a mí. Lo curioso de pensar en uno es que, a medida que indagamos, escalamos. Y al final, cuando ya pareciera que un pensamiento más producirá una hemorragia, miramos para abajo. Escalamos tanto que ahora nos da vértigo. Así es la introspección para mí, vertiginosa. Me dio miedo sentirme en la cornisa de pensarte de esa manera.
No quiero que entiendas cualquier cosa. Yo a Jazmín la amo, creo que estamos hechos el uno para el otro, si es que existe algo como eso. Todo funciona bien con ella, nada que me haga ruido, nada fuera de lo normal. ‘Normal’, qué palabra tan triste. Pero desde ese sábado que te pienso mucho, Camila. Sobre todo los sábados. Sobre todo a esta hora. Y me encanta tu nombre. 

miércoles, 22 de mayo de 2013

Gracias, Luis.


Siempre quise preguntarte, Luis, qué opinás vos sobre el arrepentimiento. No sé, para mí tiene mala prensa. ¿Por qué hay que quemar el puente después de cruzarlo si del otro lado no estaba quien pensábamos que iba a estar? No, no voy a decir “lo que pensábamos…”, si siempre es un quién. Todo tiene un por quién.
¿Qué hay de malo en arrepentirse? Te lo pregunto porque creo que entendés. No a mí en particular, todo. Porque por donde pasás dejás una estela. Y no soy tan fanática, me parece. Es más, yo te conocí tarde. Nunca dije “El flaco”, por ejemplo. Para mí sos Luis.
  
Eso de irse en el momento justo, con la frente en alto, con dignidad. Como si la dignidad fuera gran cosa. Yo no me quiero ir, yo quiero agotar las posibilidades de quedarme y quedarme bien. La dignidad te la regalo, ahí está, juntá las partecitas que fui dejando y armate lo que quieras. Creo, Luis, que la dignidad está sobrevalorada. O que se confunde con el amor propio, qué se yo.
Arrepentirse y volver, volver a cruzar, como en tu canción, la conocida, sabés cuál te digo ¿no, Luis? La que volvés y nada más que el viento.

Una vez fui a un homenaje que te hicieron los de Conduciendo a Conciencia. Vos estabas, Luis. Ahí en Matienzo. Estabas volando entre tanta gente de pie. Claro, bueno, ese. Estuvo hermoso, lograron celebrar tu vida en vez de llorar tu muerte. ¿Te acordás de lo que dijo la chica que abrió el micrófono? “Tengo mucho para decir, así que voy a decir muy poco”. En ese momento me pareció una genialidad. Hacerlo simple. Comprimirlo. Hacerlo de fácil digestión. Pero hace unos días vengo pensando en que por ahí no. Bah, en realidad, todo a raíz de que le dije al chico que me gusta que me gusta. “Que me gusta que me gusta”, suena medio mal eso, pero en fin. Yo se lo quería decir, Luis. Le dije bastante: que me gusta, que hace un montón que me gusta y que no se aprovechara de eso. También le dije que me encanta que hable de pavadas sin vergüenza; como la otra vez, que me preguntó si era ‘metralladora’ o ‘ametralladora’. Y que me recomiende películas. Todo, no sé. Le dije mucho. Creo que yo no le gusto, pero no me molesta. Me hizo bien decírselo. Fue como una descarga. 

Luis, lo de “si no canto lo que siento…” ¿vos lo pensaste por un algo que te crece, que se alimenta, que fermenta, y finalmente te mata? Porque yo a veces me percibo así. Creo que pienso mucho, que le doy cuerda a cosas que me van a terminar matando. También por eso cambié de parecer sobre lo de decir muy poco. Si no, lo que no digo me hace eco, y me aturde. "La voz puede decir una sola nota a la vez, pero la cabeza es polifónica". Sí, claro, cuando vos lo ponés así suena lindo, pero cuando pasa es una cagada.

Creo, Luis, que nunca hay que quemar el puente. Porque ¿qué si el otro quiere cruzar? Quemar el puente es clavarle mil puñaladas a la oportunidad y llorar en su velorio. No tiene sentido. 
Hay que decir. Decir construye el puente, cada palabra es una maderita. Con decir lo vamos cruzando. Sí, ya sé Luis, decírselo a alguien. Si no tenemos un alguien, no hay puente, y las maderitas se te apilan en la cabeza y te astillan las paredes.

Qué ganas de abrazarte tengo, Luis. Qué ganas de que tu estela se materialice. Queda, por lo menos, tu canción. Como si fuera poco.







viernes, 10 de mayo de 2013

Te estoy mirando.


“Abrí su ventanita. Pensé 32, 33 segundos. Pensé en todo lo que le quería decir y no sabía cómo. Me acordé de su mueca antes de reír, frunciendo los labios; del día que intenté cocinarle y se me quemó todo, y de los besos lindos que me había dado. Lloré un poco, ahí, frente a la computadora. Un poco nada más. Casi nada. ‘Tengo ganas de cagarte a mensajes, de que nos quedemos idayvuelteando hasta las mil y una, manijeándonos, diciéndonos cualquier cosa.’ escribí. Así, sin hola, sin nada. Y borré.”

Y mientras me contás esto, yo te miro. Te estoy mirando y seguro te cague a trompadas en cualquier momento, un poco porque me estás partiendo en dos y otro poco porque no sé qué hacer para tocarte, sentirte. Y vos me decís que te hago bien, como si fuera un halago. Me estás tratando de morfina.
   Me gusta que me necesites, sí, pero necesítame de otra forma. Necesitame como yo a vos. Enfermate conmigo. Flasheá sarpado y cualquiera.

“Me puso nervioso verla conectada. Pero si se desconecta me muero. Maquino con que volvió con el ex, que se fueron a vivir juntos, todo.”

No paro de mirarte. Te escucho y todo, pero por los ojos. Este año, cuando me toque soplar las velitas, voy a pedir que te vuelvas loco como yo, y conmigo, así te puedo contar la cantidad de veces que te imaginé diciéndome “quedate a dormir”, o cómo no te dejaría terminar de hablar y te daría besos de sopetón. Qué buena palabra sopetón. Podría mostrarte, también, mi lista de palabras preferidas.
    Me gustás tanto que me agota, siempre lo pienso. Una vez dijiste “si te podés divertir pensando, ya ganaste.” Estábamos borrachos, nos pusimos existencialistas. No tiene nada que ver, pero siempre me resuena esa frase.
Cómo me gustás, hijo de puta.

“¿Estoy exagerando? Posta decime. Es que no puedo no engancharme, te juro. A veces me engancho porque sí, porque de algo hay que vivir.”

No Facundo, no estás exagerando. Estás dando en la tecla. Vos entendés. No te hacés el liviano, el relajado, el poeta. Sos un pibe que está en buenos términos con sus incertidumbres, con lo que lo altera. ¿Sabés lo difícil que es eso? Pero qué querés que haga. Volvé a abrir esa ventanita de mierda y decile lo que le querés decir. Yo me estoy tragando todo esto y siento que en cualquier momento voy a vomitar. Y voy a apuntar, muy a propósito, a tu puta computadora. Y así quizá entiendas lo enferma que estoy. Y, si de verdad entendés, me mires como yo te estoy mirando y te quieras enfermar conmigo. Dale, te prometo que nos voy a cuidar. 


-No, de una, hablale. Le va a gustar saber que estás loco por ella.

lunes, 22 de abril de 2013

Empapados. Digo, empatados.


(No, no me pasó. Pero.)


-          Ey, hola, ¿cómo estás?
-          Hola, Julieta
  Bien, ¿vos?
-       Bien también.
-       Me alegro. Leí lo último que escribiste. Me gustó mucho.
-       Gracias, me encanta que me leas.
     Te quiero preguntar algo.
-       Soy todo ojos.
-       Ya no me tenés ganás, ¿no? Queda re goma esto, pero antes hablábamos y sentía que eventualmente nos íbamos a juntar, qué sé yo. Un poco me había hecho la idea de garchar con vos.
-       Por qué mejor no dejamos esta conversación para cuando nos veamos.
-       Necesito que no estemos hablando y pensar una respuesta para eso que no me deje ni muy puta ni muy pelotuda.
-       Dale. Te espero.
-       No, bueno, fue, te la mando en otro momento. ¿Nos vamos a ver, entonces?
-       Si vos querés, sí.
-       Si otra persona leyera esto, pensaría que estoy entregadísima, y que a vos te consta. Tenés mucho poder y eso me está molestando.
-       Si la vas a jugar de putita, bancatelá. Que para histeriquear está todo el resto. Pero vos no. Vos sabés que no y yo también.
-       Exacto. Nada de histeriqueo. Pero tampoco me hagas un favor. Garchame porque querés garcharme, no porque yo quiero y, buen, vos estás con ganas de ponerla. Quiero que tengas ganas de ponérmela a mí.
-       Si estás tratando de dar vuelta el partido, vas pésimo, eh. Dale, Julieta, ¿hace cuánto que no nos conocemos?
-       Hace mucho. Bueno, esta soy yo intentando jaquematear la situación, ahí va: 
Nos encontraríamos en el subte, los dos parados, en diagonal, como a 6 pasos. Yo estaría escuchando música y vos te acercarías y la cosa iría algo así:

Vos: Hola, ¿qué estás escuchando?
Yo: …Hola. Ah, no, nada, un cover de Té para tres que hacen Jor-
Vos: (interrumpís) Sí, lo conozco. No tenés ni idea de quién soy, ¿no?
Yo: Sé quién sos. Pero hasta que no cumplas con lo pactado no me pienso dar por aludida.

-          Ahí, bueno, pasaría lo que ya sabemos.
-          Por ahora caminás por la vereda empalagosa de la que se hace la que no pero sí. Los hombres vamos por la de enfrente, no queremos quedar pegados en esa. Pero dale, seguí.
-          Callate. Dejame seguir.
-          Epa.
-          Bueno, charlaríamos durante 4 estaciones. Yo sonreiría mucho haciéndome la linda. Vos estás re suelto, no sé cómo hacés.
-          Contala en presente, me gusta más.
-          Voy a miti-mitear. Sigo. En la quinta finalmente me das un beso. Re lindo, o sea, como canalizando las ganas que nos tenemos hace bocha, pero también como si nos quisiéramos. Esos besos son genialísimos.
-          ¿Por qué no te lo di antes? Cómo se nota que no me conocés, yo te lo habría dado a la media estación.
-          Bueno, no, me lo diste a la quinta. Si querés darme un beso antes, armá un partido, presentate a elecciones y ganá, puto.
-          Copiado. ¿Tenemos para mucho en el subte? Porque siento que el yo que no soy yo pero soy yo se está cogiendo encima.
-          Pará, lector precoz, dejame llegar a esa parte.
-          Dale, seguí mientras busco papel para limpiarme. Los ojos.
-          Cuestión que nos estamos re coqueteando. Yo miro para abajo y vos como que me atajás la cabeza con la boca. No sé si se entiende, pero como que bajás y me agarrás la cara en el descenso y me das un beso. Lo hacés siempre que bajo la cabeza. Es mucho más lindo de lo que suena ahora.


-          Ah, ¿estás haciendo una pausa para que comente? PUES NO.
-          Jajaja salame. Sigo. A mí ya me gustarías para ese momento. Entonces cuando me decís de ir a tu casa, yo te digo que sí. Ninguno se ocupa ni se preocupa de avisar nada en su trabajo. Pegamos la vuelta como dos desempleados o como dos dueños de. En el camino nos besamos un montón. Porque a vos te gusta que te vean, como a mí.
-          Es verdad, me gusta.
-          Por eso. Cuando llegamos a tu casa, yo me pongo un poco incómoda, me empieza a caer la ficha de que sí, que estoy ahí y que vamos a coger. Entonces, como toda mujer cuando está incómoda y no tiene un vaso para tomar un traguito, voy al baño. Vos me esperarías afuera y apenas saliera me chaparías contra la pared. Eso me relajaría un montón. Después me preguntarías si quiero tomar algo. Yo diría que agua porque es obvio que tenés agua, pero en realidad tengo ganas de Sprite.
-          También tendría Sprite.
-          Bueno, pero eso yo no lo sé. Me traerías el vaso y otro para vos. Y nos quedaríamos los dos parados, en el pasillo, tomando. Raro. Yo no me fui a sentar a ningún lado, no sé, me quedé parada ahí en la puerta del baño, cualquiera.
-          Jajaja, eso te hace tierna. Dale, seguí, que estamos empapados. Digo empatados. (paréntesis –y redundancia sintáctica- lo que estamos tardando en coger no lo puedo creer. Cierro paréntesis)
-          BUENO CALMATE, SI NO NO COGEMOS NADA.
-          BUENO, ME CALMO. PERO DALE.
-          Vos me agarrarías la mano y me empujarías/llevarías hacia vos. Obviamente, chapamos. Caminamos para atrás hasta tu cuarto mientras chapamos. Yo te estoy abrazando con el vaso en la mano y por eso te mojo sin querer un poco la remera. Pienso en decirte con voz de puta “ay, te la vas a tener que sacar”, pero no, no me animo. Aparte voy a quedar re pelotuda. No, ni a palos. Agarrás mi vaso, y lo apoyás con el tuyo en la mesa de luz. Yo sigo parada y vos me decís “Te quedás como en pausa, ¿viste? Vení acá” y me tirás a la cama pero no te tirás encima mío, te quedás besándome al costado, como que sólo tu pecho está encima mío. Nos vamos sacando la ropa. La luz está apagada pero es de día, así que da igual. Nos vemos con rayitas, porque tenés la persiana mal cerrada. O sea, cerrada, pero no apoyada una maderita arriba de la otra. En un momento yo estoy en bombacha y vos en pantalón. Trato de desabotonarte pero no puedo, no sé por qué. Entonces nos damos vuelta y cuando estoy arriba puedo y te lo saco. Y ahora recién estamos empapados, digo empatados.
-          No, ahora vas ganando. Dale, seguí.
-          Ah, ¿voy ganando? Buenísimo, entonces me salteo mi parte y voy directo a vos. Me caminarías por todo el cuerpo con la boca, hasta sentir que mi panza se tensa y los dedos del pie se me despegan uno de otro. Mientras tanto, yo te miro y vos me mirás, los dos con rayitas. Cogemos. Muy bien cogemos. Bah, creo, no sé, obvio que no te preguntaría. Pero sí, muy bien.
-          Sí, cogimos muy bien.
-          Bárbaro. Vos me abrazarías de atrás, como haciéndome cucharita pero odio esa expresión así que no, no me harías cucharita, me abrazarías de atrás. Yo quiero que juegues con mi pelo, me encanta eso. Pero vos me hacés mimos en la parte de abajo de la panza, un poco en el culo, por ahí. No subís, no me tocás el pelo, no me tocás un teta. En un momento parás y medio que nos dormimos. Dormitamos, porque ninguno de los dos se duerme del todo. Al ratito me das besos en el cuello, y me encanta. Todo está bien en ese momento. La manta, el abrazo, los besos, las rayitas, todo.
-          Es un re lindo momento, ¿no?
-          Re. Después vos te parás y te vas. Yo me quedo, pensando que fuiste al baño, pero tardás un tiempo entonces me levanto. Estás en la cocina.

Vos: Uh, te levantaste. Estaba cocinando algo, porque no comimos.
Yo: Sí, me levanté. Dale, vos cociná y yo trato de desconcentrarte.

-         Ahí,me pongo atrás tuyo mientras revolvés no sé qué (no es importante), y te empiezo a dar besos en la espalda mientras te toco la panza, y voy bajando hasta el calzoncillo. Ah, vos estás en calzoncillo, yo en bombacha.
-          Me gusta que no me dejes cocinar.
-          A mí me gusta no dejarte. Bueno, te estoy dando besos y tocando, entonces te rendís (ahora gané) y te das vuelta y me das un beso. Me abrazás y me apretás contra vos desde el culo. Ahí yo me río. Me encanta reírme en medio de un beso. Vos también te reís. Apagás las hornallas. “Comemos más tarde” me decís.
-          Pará, tengo una pregunta.
-          Dale.
-          ¿Qué tenés que hacer desde ahora hasta mañana a la tarcecita? 

jueves, 11 de abril de 2013

Ana.

Es morocha, de pelo lacio y por debajo de las axilas, como por arriba de las tetas, masomenos. Cuando se ríe, se le hacen hoyuelos pero no donde se le hacen a todo el mundo, a ella se le hacen al costado de la nariz, en la parte de arriba del cachete, ahí debajo de las ojeras. Sólo que ella no tiene ojeras. Tiene un poquito de “bolsas”, así las llama. Yo le digo que son cosas de dibujitos animados.

Ana tiene ojos verdes, a veces miel. Depende del día o en realidad no sé depende de qué. Todos sus dientes son muy chicos, enfundados en una boca finita pero no tanto como para no poder morderla de vez en cuando cerrando un beso.



Siempre usa sweater con camisa. Le queda bien. Me gusta cómo le quedan los cuellos de las camisas a su cuello. Tiene piernas largas y rodillas raras. Pero a mí no me molestan, es más, me parecen tiernas.

Ana vive con su mamá y su hermano menor. Ella es muy agradable, amable y sobre todo muy protocolar. En la casa de Ana no hay un cuadro torcido, una flor encorvándose en agonía o un mueble con polvo. El hermano, qué se yo, es un buen chico, un poco solitario. Vive en su mundo. Del papá nunca me habló, y yo nunca pregunté.

Cuando Ana se baña hace eso que me encanta. En vez de usar jabón, se escurre el shampoo de las puntas de su pelo sobre sí y la espuma recorre todo su cuerpo, limpiándolo. A veces le queda un poco en el ombligo y parece como si tuviera un copo de nieve.

El día que la conocí a Ana estaba rota. No sé si ella lo sabía. Supongo que eso la hacía más hermosa. Bah, las dos cosas: estar rota y no saberlo. Era la chica de adelante mío en la fila de Rapipago. Yo escuchaba música, ella miraba para abajo y movía el pie, bueno, la punta del pie, adentro de una sola baldosa; como marcando un compás o indicándole a un avioncito de papel dónde aterrizar. Ahí le vi las rodillas.

Tenía un sweater beige y se le asomaba el cuello de una camisa cuadriculada azul y marrón. O bordó, no sé. Subí un poco más la vista y me encontré con que, seria y disimuladamente, doblaba en mudo la canción que yo estaba escuchando.

- ¿QUERÉS PONERTE UNO? Le pregunté, sin querer, gritando.

Ana saltó un poquito del susto y me miró. Exhaló como aliviada y se llevó una mano al pecho; y de esa boca finita, de la que apenas se podían ver sus dientes salió un “Me asustaste”.

- Perdoname, es que te vi cantándola y pensé que capaz querías compartir los auriculares y escucharla. A mí no me jode, ¿te gusta Bowie?

- Ah, no, está bien, gracias. Sí, me gusta. Pero no conozco mucho igual.

Charlamos los 18 minutos que le llevó a Ana llegar a la ventanilla. Ella se mostraba muy tímida, pero no del lado aburrido, del lado que dan ganas de curiosear un poco más. Después me tocó a mí. Me apuré a hacer mi trámite y salí corriendo a buscarla. La alcancé y la invité a tomar un helado. Me dijo que no, que gracias, pero que no gracias. No fue por superada o desinteresada, fue por rota y yo lo sabía. Pero no me quedó otra que levantar mi “no” e irme.

A las 3 cuadras me agarran de atrás. Era Ana, agitada, como cuando se había asustado. “Bueno” me dijo, sin mirarme del todo. Yo sonreí y le pregunté si quería un helado u otra cosa.

- No, que bueno, que sí, que compartamos los auriculares.

Ya en ese momento estaba escuchando otra canción, una de Pez creo, pero cambié rápido y volví a la de hace media hora, cuando le había gritado.

Hicimos 10 cuadras derecho, sin decirnos una palabra, pero muy pegados cosa de que a ninguno se le saliera el auricular de la oreja. Yo la miraba, ella a mí no. En la esquina de Congreso y no me acuerdo cuál -pero me acuerdo de ver el cartel de Congreso- se sacó el coso, me miró y me dijo gracias. Sonrió, dejando ver esos dientes ínfimos, como perlitas blancas. Después de eso, enamorarme resultó obvio. Sentí que, por lo menos por media hora, por 10 cuadras, le había cerrado un poco alguna grieta. Y quise seguir. Es más, seguí, seguimos mucho tiempo, hasta ayer.

Ana tiene eso de caminar, llegar a un lugar, rascarse la cabeza y preguntarse qué quería de ese lugar. Es una imagen simpática, la muestra inocente, imperfecta. Pero ayer fue distinto. Ayer fue y vino un montón de veces, sólo que sin esa incertidumbre que me da ganas de abrazarla. Empecé a pensar cualquiera, que por ahí me estaba desenamorando, que Ana había perdido su encanto, o que yo el mío. Que ya no éramos.

Fue y vino, fue y vino, fue y vino y finalmente se sentó. Corrió la mantita del sillón y se sentó. Después de vagar entre un millón de ideas sin mirarme prácticamente, me contó que se sentía rara. Cómoda. Que conmigo estaba cómoda, pero que cómoda no era feliz. Hablamos mucho, entendí (muy) poco. El caso es que Ana ya no está rota, ya –en algún punto- pude arreglarla. Pero entonces ahora el roto soy yo. Porque la…la ¿rotitud?, no, la rotura, eso, la rotura se contagia. Dos enteros se repelen, y dos rotos convierten la relación en un refugio antibombas.

Ana ayer me dejó. Pero está bien, mejor, ya casi no soportaba verla deambular sin puta idea de a dónde ir. Y el otro día cuando nos estábamos bañando la quise enjabonar y me dijo que no, que ella lo hacía “así”. Qué sucia que sos, Ana. El pelo también tiene mugre, y se te está cayendo por todo el cuerpo. Además, vamos, sé normal, usá jabón.

Encima ahora escucho Bowie y casi ni me gusta. Ese día me lo cagaste. Me cagaste Bowie, forra. También me acuerdo de esa rareza de marcar el compás con la punta del pie. Como una quinceañera de voz aguda que come el chicle con la boca abierta mientras se enrula un mechón. Apoyá el pie entero. O no, como quieras, total que apoyes todo el pie no te va a hacer tener rodillas más lindas.

Qué suerte que me dejaste, ya no voy a tener que ir más a lo de tu vieja, ni soportar su obsesión por el orden, por las tazas mirando todas para el mismo lado, por las cortinas a medio abrir "para que entre la luz que tiene que entrar, ni más ni menos”. Algo esconde esa vieja detrás de su amabilidad, debe ser ávida consumidora de antidepresivos. Y tu hermano, el boludo ermitaño de tu hermano que vos pensás que es especial, que se la pasa pensando y escribiendo, ¡date cuenta que se encierra y se mata a pajas todo el día, Ana! Los dos son inaguantables, seguro que por eso tu viejo los abandonó, o se mató, qué se yo. Qué voy a saber si nunca me hablaste.

Menos mal que te fuiste, Ana. Así ya no tengo que tolerar verte reír como una enferma, con esos hoyuelos fuera de lugar. Algo así como celulitis en la cara perece que tenés.



Menos mal que te fuiste porque creo que estoy roto y me da vergüenza mirarte.