jueves, 26 de junio de 2014

Me mandaba cartas.

Charlábamos mientras arrancábamos pasto. Qué haríamos cuando termináramos. Sofía dijo que ese año también se llevaría Inglés a marzo “porque hay más tiempo para prepararla”, o algo así, justificó. Yo le conté de mis encuentros con Nicolás, de lo que habíamos hecho. Le conté que sólo me sentía mujer cuando estaba arriba de él, bueno, de él porque hasta entonces era el único. No por él puntualmente. Me dijo, recuerdo, que tenía una clavícula perfecta. Que debía pararme más derecha para que se luciera. Ella tampoco había tenido tantas experiencias, pero sí una relación de 2 años. Y así estuvimos un tiempo. Charlando, de a ratos sobre cosas raras por más comunes que fuéramos. Conociéndonos. También la una a la otra.


“Para vos, ¿Cerati está muerto?” me preguntó. Tardé bastante en reaccionar, como 15 segundos. Demasiado para una conversación en persona. Es que no me pareció una pregunta normal. No se abren así las charlas. 15 segundos, más o menos, y “No sé. Pero ojalá que esté soñando mil cosas diferentes”.


Tenía diecisiete y medio. Es importante lo de ‘y medio’ porque a los dieciocho te aproximás a terminar la secundaria y a querer aprender mucho de vos, mucho más que hasta entonces. Los diecisiete son más moverse con el ganado, con la corriente. Y los diecisiete y medio son, justamente, ese punto en el te permitís mirar para allá, para otro lado, y quizá deambular por ahí, pero no solo.


Sofía era una chica común. La más común que cualquiera pudiera imaginar. Le iba regular en el colegio. Tenía plástica, inglés y geografía bajas crónicamente. El pelo a la altura de los omóplatos, castaño o, según los chicos, marrón claro. Aunque en realidad dependía de la luz. El cuarto diente de arriba, ese último que asoma en la sonrisa, encimado con el tercero. Apenas, pero lo suficiente como para notarlo. No usaba esmalte, se mordía las uñas hasta debilitarlas tanto que no quedara otra que romperlas. Flaquita, un poco de tetas, nada de cola. Improvisaba en los márgenes de las hojas con birome azul y mordía la tapita. En fin, común. Yo, por mi parte, estudiaba mucho, sabía mucho, me iba bien. Nos sentábamos como en diagonal. Su pupitre anteúltimo contra la pared, el mío cuarto en la otra fila. En ese momento yo dibujaba muy bien. Los más grandes venían y me pedían que les dibujara animales, retratos, ciudades, de todo.


Era junio cuando me tocó el hombro para pedirme que le enseñara a hacer la cebra al revés. No al revés al revés, sino desde el hocico hacia “afuera”. Le indiqué cómo, para dónde llevar el lápiz. No le enseñé, igual, no supe cómo. Sólo me acuerdo de dictarle qué debía hacer sin ocuparme de que aprendiera. Me dolían los ovarios como si estuvieran imantados y delante mío hubiera una heladera. Trataba de disimular, traté hasta que me convidó un calmante. Lo puse en mi lengua, generé mucha baba y, forzosamente, tragué. Después me fijé qué andaba pasando en su hoja. La peor interpretación de cebra del mundo. Una burbuja de diálogo rayada y con patas.


Yo le sacaba las manos de la boca cuando se mordía las uñas y ella me clavaba un dedo en la espalda para que me enderezara. Nunca arrancaba las conversaciones con ‘hola’, quizá era eso lo que la hacía más distinta, o, en su caso, menos común. Odiaba a algunos personajes que a mí me resultaban divertidos, los -según ella- “ladrones de la intangibilidad”; “Ese que vivió toda su vida acá pero viaja a Córdoba o España una semana y vuelve con que se le pegó el acento” decía, o “aquel que acusa sangre italiana por el abuelo de su viejo” y, mi favorito, “el que te cuenta que estuvo en Cromañón justo un mes antes de que pasara lo de Callejeros”. Te ponías nerviosa, Sofía. Era muy lindo de ver.


Hacía frío esa noche. “No tiembles” me dijo, bajito, cuando acercaba mi mano a su bretel. Creo que la estaba tocando intermintente, como con la yema titilando. “No hay apuro, nadie nos corre”. Apoyé los labios sobre su hombro que estaba, raramente, caliente y con piel de gallina. Cerré los ojos, y besé. Pensé en Nicolás. Me le tiré encima sin saber cómo continuar. Sin plan B. El polyester entre nosotras se prendería fuego por el roce en algunos segundos, pero Sofía se apuró a deshacerse de cualquier tela que se interpusiera. La garganta se me secaba, las manos transpiraban y algo en el pecho ardía. Bajó mi mano y cerró mi palma (como juntando herméticamente los dedos) apretándola contra ella y soltando. Apretando y soltando. Apretando -cada vez más fuerte- y soltando. Me dejó seguir sin su ayuda mientras suspiraba agitada.


El tiempo había pasado y a Sofía no le importaban los comienzos, pero era amante de los finales abiertos. Los cuentos resbaladizos. Las historias inconclusas. Las oraciones sin punto final


Había logrado enseñarle el trazo. El movimiento y la intensidad de la mano. No eran piezas muy realistas al final, pero tenían ese no sé qué que las hacía encantadoras.


Desde Mendoza me mandaba cartas. No acudimos al mail para no olvidarnos de la pluma de la otra, fuera escrita o dejada al libertinaje que tiempo atrás había vivido en los márgenes de hojas rayadas nº 3. Varias cartas, de hecho, diciendo que estaba estudiando para traductora. Hasta que por fin terminó con su chiste y me contó que había empezado a buscar trabajo porque su papá estaba mejor. Quedaría internado unas semanas más pero habían logrado sacarle casi todo. Me contó de los viajes que estaban planeando juntos por toda Europa, y hasta me invitó a sumarme en Granada para ver “no me acuerdo qué pared que dicen que es increíble”. Le respondí que sí, que me gustaría, pero sabía que se avecinaban meses de muchas maquetas y cortes superficiales en los dedos que alguna vez la tocaron.

Hubo lugares que sus ojos vieron en algunos viajes, donde no dibujó ni pintó nada, sino que escribió y memorizó. Pero en otros tantos, edificios y plazas quedaron inmortalizados en ese trazo tan desprolijo como tentador. Sus pinceladas, sin detalles superfluos, dieron vida a lo que Sofía me contaba a través de sus cartas.


Te extrañaba. Me dolía el pecho de tanto anhelar que estuvieras al lado mío, con tu sonrisa vergonzosa, de lentes y camisón. Mi espalda pedía a gritos un punzón que la irguiera. Sabía que más temprano que tarde dejaríamos de existir como éramos hasta entonces, como habíamos sido. Así que esperé, sentada, entre mates; tratando de entender que a extrañar se aprende controlando el recuerdo que aparece todo el tiempo entre el mundo y nuestros ojos.

lunes, 2 de junio de 2014

Mientras tanto.

Esos últimos meses habíamos estado dispersos.
Los días arrancaban sin nosotros, el tiempo seguía corriendo y nos dejaba atrás.
Él sólo leía a poetas solemnes que contaban cómo surfear la depresión entre vasos de whisky.
Yo ya no sonreía con los ojos cuando lo miraba.

Venía aguantando porque me había prometido que esta vez no iba a escapar al primer rocío de disgusto.
Que pasaría las crisis y volvería a estar bien.
Que a este pelotudo no lo iba a dejar.
Pero me pudría cada vez más.

Nuestros momentos estaban rebajados con agua, sabían a poco, y las ganas de dormir en alguna otra cama hacían metástasis.
Quemaba a propósito sus tostadas, lavaba el mate rápido y evaluaba empezar otra vida en paralelo.
Quería que pasara algo, cualquier cosa, algo que nos hiciera odiarnos para siempre o encontrarnos otra vez.

Entonces me morí.
Sí, me dejé morir.
Como una planta, ponele.
Una que quedó mucho tiempo a merced de la inercia.
De la naturaleza.
Una corroída por insectitos.
Una que creyó que igual podía seguir.
Como seguían las macetas de al lado.
Como seguía todo el mundo.

Qué molesto eso de que el mundo siga girando cuando uno está mal.
También ser planta muerta y que nadie haga nada, que nadie llore, que nadie visite.
Y él, que sigue leyendo y nos tapa de tierra cuando igual, de todas formas, ya estamos ahogados.

Es como si jugara al fútbol y me hubiera fracturado una pierna.
Pero el torneo no se suspende. Hay partido todos los sábados.
Qué molesto.

Me pregunto si ser muerta es dejar de ser.
Cuando me presente a alguien, ¿debo decir ‘Hola, soy muerta’ o ‘Hola, no soy’?
Quiero conocer a otras personas. Visitar otras macetas.
Desabrigarme.
Pintarme las pestañas.
Decir otro nombre en la cafetería pretenciosa de la esquina de trabajo.
Puedo ser, por ejemplo, Noelia.
Más reservada.
Con risa ruidosa y un colita de caballo que roce los hombros de los más petisos en el colectivo.

Noelia usa tacos y roba novios.
Quiere que le rompan el corazón para saber qué se siente.
Quiere que la destrocen y resurgir de las cenizas mucho más madura.

Pintarme la boca de un color pálido pero más color que el color natural de mis labios.
Rojo no, es muy obvio y Noelia no es tonta.
Simular reserva y desinterés.
Vivir en Villa Urquiza.
Casi en la esquina de Iberá y Pacheco.
“¿Ubicás donde vivía Spinetta?, bueno, ahí nomás.”
Mirona en la medida justa.
Y colita de caballo, siempre.
El pelo suelto es como los labios rojos, buscón.

Como empezar un nuevo trabajo.
O mudarse.
Sí, Noelia.

Y mientras yo era muerta o no era y era Noelia, él seguía leyendo sus libros de autodestrucción.
‘Está bien’ pensé, ‘Cada uno no puede elegir cómo dejarse morir’.

Cualquiera puede intentar cambiar, pero somos lo que ocultamos.
Y por debajo del tapado de plumas de Noelia estaba yo.
Seca.
Oscura.
Con las hojas frágiles y crocantes.

Volví a casa pensando en tirar la planta y poner en su lugar a Noelia para siempre.
O el ‘siempre’ que el tiempo y el mundo me dejaran.
Comprar incluso otra maceta.

Le pedí ayuda para preparar el velorio.
Me pareció que esa planta lo merecía. Fuera muerta o no fuera.
Y lo hicimos.
Él recitó un par de versos que, explicó, le hacían acordar a ella.
Luego tomó a Noelia con fuerza y la sintió romperse.
Así, tal cual yo había querido que quisiera.

Y ella sería.
Porque aparentemente el mundo y el tiempo así se lo habían propuesto.
E intentar combatirlos la había llevado hasta ahí.
Sería aunque estuviera muerta.
Aunque se la intentara tapar con nombres inventados y carcajadas llamativas.

Noelia estaba rota como siempre quiso.
Tapada de tierra.
En un funeral.
Él, decidido, soltó el vaso, la abrazó y leyó:
Hay una grieta en todo, así es como entra la luz.

Así, fui.
Y me olvidé del tiempo y lo que hace con el mundo mientras tanto.