lunes, 27 de noviembre de 2017

El jet lag emocional de los artistas

Veronika es promesa, pero es real. Es tan real que me gustaría tener la capacidad de haberla inventado, tan real que es sospechosamente real, que es estereotipo o quizá arquetipo de ella misma. Todos somos únicos pero, si existieran grados de unicidad, ella sería más. Una vez un amigo leyó un poema sobre una chica que se llamaba Verónica Similitud, que terminaba con ella pasando en bici y un muchacho comentándole a otro “ahí va, la vero similitud”. Mi Veronika, creo yo, es la de esa historia.

Cómo es Veronika en la realidad poco importa. Podría contar que es alta, avasallante, muy alta, intensa pero no más que alta, o quizá sí y no lo sé, y africana. En ese orden. En realidad lo de africana no está chequeado, vale aclarar, pero es algo de lo que evidentemente me convencí al mirarla. Veronika habita por la madrugada un balcón abandonado. Cómo es eso, explico: tiene siete macetas, la mitad vacías, la mitad con plantas muertas. Tiene un baúl con la pintura saltada al cual el tiempo (o el mundo, si es que son cosas distintas) puso de moda. Creo que esto último a Veronika la tiene sin cuidado. Arriba del baúl, dos copas, un cenicero más bien chato con forma de tortuga, es decir que las cenizas van a parar a donde estaría el caparazón, pero que en su lugar hay un receptáculo cóncavo; y una caja de cigarrillos. No sé si copas rotativas, eso no sé. Algunos cajones parados y acostados de esos en los que se carga la fruta, también (los parados tienen cosas arriba, y están torcidos, diría que resistiendo pero advirtiendo a la vez). Lo único vivo de aquel balcón es un atril con un bastidor en el que puedo ver una cara. Todo el resto es una invitación abierta a la reproducción incesante del mosquito que lleva el dengue. (Nombre en latín no escribo, prefiero ni siquiera levantar tanto vuelo).


No sé si es su cara.

Creyendo o jugando a que Veronika instala objetos en su balcón para que yo distinga qué cambió respecto de ayer, sólo puedo decir que en la mañana del primero de enero vi una botella de champagne detrás de una de las copas. El resto de los días todo permanece quieto e intacto como en una fotografía. La pintura avanza pero no veo cuándo. Probablemente la premisa de que ver es ser visto no se ajuste a ella (como tantas otras cosas), y entonces nunca se pregunte por mí.

Tiene ese jet lag emocional de los artistas, Veronika. Vive en un constante entrar a trabajar tan temprano que es de noche, pero todo lo contrario. No sé cómo desarrollar esta idea, la sensación de que a uno le vendieron un reloj fallado: se despierta de noche, se acuesta de noche; el día es un norte que lo agarra sin brújula pero con vientito en la cara. Pero a veces está todo bien y el desubicado es el mundo.

La única conclusión a la que puedo arribar, después de meses de observación por nuestros balcones linderos, es que probablemente Veronika no tenga ninguna remera con una frase motivacional impresa. Realmente es lo único que me atrevería a afirmar. En efecto llego, a mi edad, a la defensa de un total módico de dos supuestos: por un lado, que quizá el mal menor nunca triunfa porque no existe (el mal, como tal, nunca puede ser menor), y por el otro que uno sólo se atreve a aseverar lo ambiguo o, peor, lo en absoluto relevante.

Decía entonces, su destiempo. La descubrí una mañana, cinco minutos antes de que sonara la alarma (puesta para las 07:10), porque compartimos la pared del respaldo de nuestras camas. No fue en simultáneo, me enteré de que tenía una vecina antes de enterarme de que Veronika era mi vecina. Supe, al despertarme por los ruidos, que existía una vecina y que cogía en inglés. Quizás ustedes piensen qué gracioso, o qué simpático resulta eso, una película pornográfica acá al lado, “Oh, god”, “Yes, yes”, el mismísimo abandono, por lo menos para los castellanos, de la vero similitud. Insisto en que esta idea no es mía porque nadie es dueño de las palabras pero sí de los universos que construye con ellas. Para esta historia, entonces, tomo por lo menos dos universos prestados. Su compañero era un varón eficaz o eficiente. La de las dos que involucre la variable de (poco) tiempo. En el mundo irónico en el que vivo con Veronika, ese que va en paralelo, una alarma suena para comenzar el día y ella se va a dormir después de coger.

La primera vez que nos vimos yo estaba saliendo del edificio a pasear al perro y ella entraba. “Houla” me dijo, con ese español exageradamente pronunciado de los angloparlantes, mientras meneaba la mano de izquierda a derecha. Nunca entenderé por qué el extranjero, sea uno u otro, se comunica como si el interlocutor fuera en algún punto retardado. El ritmo de lo que se dice baja, de repente nuestro lenguaje es algo parecido a la geolocalización, y los gestos acompañan en demasía. El circo del saludo me brindó Veronika. Me preguntó mi nombre, el del perro, y me dijo el suyo. Pedí perdón por los ladridos, me devolvió una sonrisa desde lo alto de su cabeza, y seguimos cada quien en su dirección.

Desde allá arriba todos debemos parecer de juguete. Se me ocurrió hace poco que Veronika debe sentirse como se sienten algunos gordos que adelgazan. Esa idea de “estás” flaco, pero sos gordo. Veronika no puede sino ser ella, así, pase lo que pase, diga lo que diga y haga lo que haga.

Dos o tres veces más nos encontramos en nuestros balcones. Me vio regar las plantas en un remerón agujereado por polillas y bombardeado por lavandina. No creo que haya notado eso. Siempre está con una chica oriental. Cuando no sé de dónde es exactamente alguien de ojos rasgados, y para no ofender, digo ‘oriental’. Me avergüenza pero tampoco aprendo lo básico para revertirlo. El otro día esa chica trajo a un perro que miró al mío de una reja a la otra y lo ignoró. Es terrible eso, cuando reconocen la presencia de uno y eligen deliberadamente seguir de largo. Suerte que el perro no entiende de desinterés, mucho menos da cuenta de que es una forma sutil de desprecio.

A eso de las diez de la mañana la escucho vomitar o forzar la garganta en el intento. Dos veces a la semana, masomenos. Siempre pienso lo mismo: ¿enferma o bulímica? Bulímica es enferma también, pero cuando me pregunto si está enferma es porque me la imagino descompuesta, abrazada al inodoro, con malestar, tosiendo sangre, limpiando los rastros para que el tipo que escuché agitando el respaldo de su cama hace un par de horas no sepa nada; Moulin Rouge y la mar en coche. Ese enferma.

Conozco y construyo a Veronika yeso mediante, vidrio mediante, precipicio mediante. Apenas me advierte. Quemo todos mis cartuchos escribiendo sobre ella porque suelo despilfarrar romanticismo en lo que con mucha suerte sabe que existo. Imagino que le toco el timbre con alguna excusa sobre su pintura, la del atril del balcón. Le pregunto si es un autorretrato. Temo ofenderla, también supongo que no se ofende con las pavadas que yo pueda llegar a decirle. Me siento en la única silla que tiene en el balcón, con un saco negro colgado del respaldo que está ahí desde que me mudé y que no sé si es de ella, de la amiga, de alguna de sus parejas sexuales. Supongo que no siempre es el mismo tipo porque una vez la vi por la cuadra con un mozo de ahí de Los Arroyos y otra vez con un desconocido (para mí). De vuelta, estos siete mil y pico de caracteres son pura conjetura. Sólo puedo afirmar que Veronika existe y se empecina en confirmarse sólida, humana como quien nunca se preguntó por qué carajo es humano, como quien cree que no tiene una misión en la Tierra que cumplir antes de morir, su misión es existir, sobrevivir, batallar la entropía, su misión es llevar como una campeona el hecho de que todo el tiempo nos estamos casi muriendo.

Pienso en que le toco el timbre, entonces, y desde su altura me sonríe. Ella siempre sonríe. Su frescura es, diría, incorregible. Y se le caen las llaves y se agacha a buscarlas y me mira, con la cabeza torcida, en cuclillas, desde abajo. Sostiene la mirada muy consciente de lo que está haciendo. Yo miro para abajo y ella mira para arriba, por un par de segundos congelados. ¿Es que realmente me acostumbré tanto a occidente que todo esto me resulta raro, sospechoso, en algún punto provocador? ¿África es oriente u occidente? ¿Hay gran diferencia en el mísero minuto de bienvenida a un hogar entre un angoleño viviendo en Argentina y, pongamos, un chileno viviendo en Tuvalu? No conozco chilenos. Ni oriente. No conozco Tuvalu. No conozco a Veronika.

Toda esta introducción de su persona viene a colación de lo siguiente: hace como quince noches la escuché llorando. Increíble. Quizá con un par de horas más me hubiera atrevido a afirmar que era de las personas que canalizan con cualquier cosa, por cualquier lado, menos llorando. Veronika, para mí, jamás se había detenido a pensar en cuándo mierda llegarían las buenas; pregunta que, de una forma u otra, subyace a cualquier llanto. Era bien de noche. Yo no me había ido a dormir todavía porque estaba viendo qué pasaba con Milazzo, el cabo suelto de la Brigada B de Los Simuladores (estaba viendo Los Simuladores catorce años después, sí. No se pone viejo excepto porque un cartel en el taxi indica que el viaje a Ezeiza sale $20, y un vendedor le responde al Puma Goity que tal libro cuesta $6). Salí al balcón. La vi, me vio. Volví a entrar. Pensé en si necesitaría la basta privacidad que brinda el propio balcón. Por más de que el suyo estuviera sequísimo. Pensé en si interpretaría mi media vuelta como indiferencia. Qué forma salvaje toma a veces la indiferencia, pensé. Prendí la luz y volví a salir.