miércoles, 15 de enero de 2014

Tu turno, tiempo.

“Ningún reloj marca exactamente la misma hora que otro. Quizá no estás llegando tarde, o falta para tu cumpleaños, o ese "te amo" no fue precoz.”

Se escuchaba el ruido de las gotas golpear fuerte contra el marco de la ventana, justo en el medio, en el pedazo de metal que dividía el rectángulo de vidrio de arriba del de abajo. Había unificado las partes abriéndola el día anterior, y el otro, y el otro; pero finalmente el calor agobiante trajo la tormenta.

El costado derecho de la cama seguía vacío, frío, y coqueteaba con el aire denso de la habitación mientras ambos miraban humillándolo. Las sábanas estaban enrolladas más o menos a la altura de sus rodillas. Giraba, suspiraba. Probó incluso con desnudarse, pensando que tal vez era ese elástico cortándolo en dos el que le causaba tanto malestar. No, no era malestar, ni siquiera. Era estar. Estar, yacer, sin nada más. Nada que le corroyera los bordes como a la ventana, nadie que le desgarrara el corazón, o a quien culpar por su insomnio. Ni una lágrima ni una sonrisa en tanto tiempo. Y quedaba el mismo tiempo del otro lado, del lado del futuro. La misma cama fría y el mismo estar simplón que le quitaba el sueño. Deseaba que la lluvia le causara algo. Quería extrañar.

Prendió el televisor. Había una película empezada que dejó de fondo. Cualquier persona amiga del sentido común le habría dicho que debía buscarse una mujer. No necesariamente una que lo sacara de su órbita, que reemplazara este insomnio por aquel, pero sí alguna que le recordara que todas las cosas tienen sabor y olor, y que es sano detenerse a apreciarlo de vez en cuando. De cualquier forma, no era eso lo que lo aquejaba. Tampoco era ya estar. Era el orden. Era ser.

No era chico el ambiente, tampoco feo, pero comenzó a sentirse ahogado. Ahogado distinto, ahogado para adentro, como si fuera la vastedad del mar lo que lo estuviera ahogando y no la falta de aire. Era inútil abrir la ventana, porque llovía muy fuerte y la intención era eliminar la molestia, no reemplazarla. No sabía qué hacer. La situación era rara. No estaba enfermo, su casa no era una pocilga, no le había sucedido nada puntual, ningún disparador para su ser así. Era como vivir en un eterno perder una media. Sí, una media sola. Y darse cuenta justamente por tener la otra en la mano. Sin agujeros, ni el elástico flojo, ni los talones gastados. Una media en perfecto estado pero sin su par. Y una media sin su par, así tenga pepitas de oro, no sirve para nada. Eso era.

Finalmente, resolvió levantarse. Caminó un rato por el comedor. Todo estaba impecable. Podía oír un tiroteo proveniente de la pantalla que algo de emoción traía a su propia escena. En el departamento había cuatro relojes. Descolgó el de la pared de la cocina, agarró el despertador de su mesa de luz, desabrochó el de su muñeca y sacó del cajón el de oro que le había dejado su padre. Todos marcaban un horario distinto entre las 3.00 y las 3.35 de la madrugada. Destrabó primero el de muñeca, cerró los ojos y giró esa tuerquita ínfima durante tres respiraciones profundas completas. Volvió a trabar. Siguió con el de cocina, hizo bailar a las agujas hasta dejar de escuchar la balacera que salía de su cuarto. Con el de su padre, metió el dedo lenta y suavemente en el ojo del reloj, porque el vidrio se había roto ya antes de llegar a sus manos, y dibujó círculos hacia la derecha durante todo lo que duró la narración de su poema favorito. Se detuvo, sacó el dedo y el reloj recuperó sus signos vitales. Para terminar, apretó muchas, muchísimas veces todos los botones de su despertador y lo volvió a apoyar. Sabía que era lo único que podía hacer para sentir un cambio inmediato, para salir de ese ser. Que una jaula es una jaula así esté hecha de oro.

Se volvió a acostar y logró conciliar el sueño. Un rato después, se despertó.
Hoy es miércoles - pensó. Miércoles de seguir perdiendo el colectivo un par de días más. De llegar, hacerse un mate y revisar las cuentas a pagar. Miércoles de llamados de clientes que necesitan las cosas resueltas para ayer. Miércoles de preguntarse por qué los días de la semana no llevan mayúscula si, al fin y al cabo, son nombres propios.


Lo único que sabía era eso, que era miércoles. Lo único que esperaba era que su estrategia fuera a cambiar algo. Ni siquiera miró por la ventana para intentar inferir más o menos en qué momento del día estaba. Se vistió, tomó sus cosas y el saco y se fue a trabajar, pensando, ingenuamente, que le había hecho juego al tiempo.