jueves, 25 de julio de 2013

103 cuentos.

Tengo 103 cuentos sin terminar. Todos, quiera o no, hablan de mí. Algunos también de nosotros, otros de vos. Hay uno que empieza contando la historia de dos que se enamoran sin haberse visto nunca. Él escribe tan lindo que ella siente que lo puede tocar a través de sus palabras, y le gusta, y se lo confiesa, pero él le dice que ella no se puede enamorar de él por cómo escribe, y ella le dice que acepta el desafío.
Él pierde. Ella también.
            103 cuentos que no sé a dónde quiero que vayan, que me encantaría que fueran solos, soltarles las correas. O por lo menos entender que ellos me tienen que soltar a mí. Somos así de inseguros y circulares, ¿viste? Y hace mucho que es inconcluso, que es pasajero pero es siempre, y que es lo mismo. Prefiero seguir girando a caer en que ya no puedo terminar de escribirte.
            Otro cuenta la historia de una chica que mira a otra chica que está al lado de un chico que la está mirando a ella. La chica a la que mira la primera chica tiene tobillos finitos, aros de feria hippie y un tatuaje en la nuca. La chica a la que mira el chico tiene los pies chuecos de la vergüenza, y pasa otra noche solitaria, rodeada de gente que no le cae del todo bien, con ganas de querer, o por lo menos de extrañar a alguien. No sé cómo seguir. Me gustaría que pasara algo entre ellos durante esa noche, pero que esa noche se sintiera como toda una relación. O que esa noche fuera el tímido nacer de lo que después se convertiría en su rutina de malabares, y una fascinación por escapar de los nudos que ellos mismos irían atando. Como si en una noche él fuera rebelde, la mirara, la deseara, todo con la chica a la que estaba mirando esa chica al lado. Pero no me sale, creo que ellos dos ya se ignoran con la misma intensidad con la que esa noche, o sea, en realidad, nunca, se quisieron tener. Es que me gusta creer que no hay nada más sospechosamente perfecto que lo desconocido, por eso ellos, y por eso los del anterior, también.
            Y a veces pienso que los cuentos, en sí, no son más que una sucesión de palabras. Pero después me acuerdo de ella, de la que se enamoró de él por cómo escribía, porque lo podía tocar letra por letra, y me doy cuenta de que no. Dejé a 103 historias en la calle, pasando frío, creyendo que el amor podía escribirse sin sentirse.
            Hace algunas semanas empecé otro, uno de cáscara pegajosa, lleno de metáforas que parece que enaltecen pero sólo engordan, tratando de maquillar la autorreferencialidad cuando, ¿por qué?, si no soy mucho más que metáforas marketineras. Y vos tampoco, por eso apenas nos conocemos. En este cuento estamos los dos extrañándonos. Bah, yo creo que te extraño, pero no sé si es angustia, o capaz aburrimiento, hasta podría ser hambre. ¿Resaca? Qué se yo, el punto es que te estoy extrañando y vos a mí. Y extrañar no se corta con agua, no se suspende por lluvia, no se interrumpe por cadena nacional. Entonces me es muy difícil terminar(nos en) este cuento. También, en parte, porque somos inseguros y circulares.
            Ojalá alguien me hubiera dicho que te disfrutara, que quedaba menos tiempo del que pensaba. Porque yo pensaba que iba a durar para siempre, como vos. Pero no, el miedo nos embargó todo. Y eso es lo que me pasa con los puntos finales de estos 103 cuentos.
            Hay uno que está a punto caramelo, pasa que vos. Sí, vos, sin ninguna razón ulterior que de sentido a eso. Vos sos la razón misma. Porque te quiero tanto que me duele, me pesa y me frena. Igual es mi culpa por no soltarte, lo mismo con los cuentos. Y entonces las ideas se van deshaciendo, línea por línea, como rindiéndose porque hoy le quedan muy grandes a mi escribir. Resta esto, escribir sobre no poder escribir, o sobre no poder terminar.
Quisiera resolver mi problema, es que no sé qué tendría que pasar primero, si poder escribirte y terminarte o poder terminarte y así escribirte y terminarte. Es un poco porque me aferro a las correas, y otro poco porque somos inseguros y circulares.
            Amamos las palabras, pero a veces pueden esperar. Y no quiero que seas mi cuento 104. Voy a soltarte, a desearte lo mejor, a alentarte a vivir cada uno de los cuentos que no terminé, y a terminarlos. Voy a dejarte ir y si querés podés ser él, el chico que escribe muy lindo, o el que tiene novia pero por una noche, una noche que es eterna por el tiempo que dura esa noche, se escapa con la chica que mira a su chica. Te invito a que nos desnudemos de metáforas, que ya no nos quedan, que pasaron de moda. Voy a soltarte, y a dejarte hacer de lo pasajero eso mismo, lo pasajero, y no lo siempre. Ojalá puedas. A mí me costó 103 cuentos.

sábado, 6 de julio de 2013

Vagabundo del triángulo vacío.

No quiero ir para el norte, aunque el norte guarde poesía. Detesto que siempre haya que tener un norte, un a dónde. Yo sé que allá está todo el agua que falta en el desierto, que el norte tiene sabor y olor a algodón de azúcar, que hacen 23 grados todo el año. Y sé que de hecho no existen los años, no existe el tiempo a menos que uno quiera. Pero yo me perdí acá y acá me quedo.
Lo último que recuerdo es verla sacándose el sweater, y que la remera que tenía abajo se quedara pegada y subiera también. Dos segundos, por ahí tres hasta que se diera cuenta y, enredada en polyester, se apresurara a cubrir su panza. Bastante tonto me había parecido eso estando yo a, como mucho, un cuarto de hora de desnudarla.

Supongo que te convencías de que no, que no iba a pasar nada. Que recién nos habíamos conocido hace algunos días. Si supieras la ternura fascinante que me causa pensar en ese autoengaño.
Y así, poco antes de los diez minutos ya tenía los dedos enredados en tu pelo, con ganas de tirar y escuchar tu exhalar intenso, pero sabiendo que todavía no. Tenías el celular y las llaves en los bolsillos, así que te paraste para dejarlos con el resto de tus cosas. Bah, con el sweater. Y ahí mismo, parada, empezaste a desabrocharte el pantalón, mientras yo frente a esa imagen hervía.
Eso es lo último que me acuerdo.

Acá estoy ahora, vagabundo de esta simetría de vacío, de laderas curvas, convexas, y de un techo que me alienta a estirar la mano y robar aunque sea un poco de miel.
Y te escucho, te escucho hablarme por encima del eco de coletazos que pasan por tu gomita, esa que vi que tenías en la muñeca… ¿derecha? Te estás atando el pelo. Le das dos, tres, cuatro vueltas, revoleándolo. Me imagino lo mejor, porque aunque me encante enredarme ahí, sé que esos coletazos o, bueno, esa colita, es la precuela de mi historia preferida.

Yo había escuchado a gente hablar de un triángulo donde algunos desaparecían. El mito decía que quedaban absortos en un espacio para nunca más salir. Y nadie los encontraría jamás. Interesante, quién no soñó con desaparecer alguna vez.

Me veo ahí sentado, como un gil, casi babeándome enfrente tuyo. Es que te pusiste una bombacha blanca de algodón, y entonces ya está, me rindo, ganaste. Qué puedo hacer. Pero acá es otra cosa. Este vacío es como un balneario. Tenés la piel más suave que rocé en mi vida. La arena más blanca de la playa más virgen. Quiero ver qué pasa si abrís las piernas, y supongo que él, bueno, yo, también. Me intriga saber si me caeré y a dónde.

Y ahora te veo acercarte, ya sin ropa, al pelotudo ese en el que me convertí desde que vi tu triángulo vacío. Y estos pensares, que ni siquiera llegan a ser reflexivos, que se filtran más por calentura que por solemnidad, morirán acá conmigo. Nadie se va a enterar de este lugar, va a ser mi balneario de vacaciones hasta que decidas matarme. No podría pensar una forma más hermosa de morir que asfixiado entre tus piernas. Y así, por primera vez, viviría. 

No te voy a poder dar la noche que merecés, lo lamento muchísimo. Pero tampoco me arrepiento, porque me veo ahí desconcertado, sediento de vos y no me urge volver. Desde acá puedo sentirte exhalar. Y no creo necesitar más que tu simetría, desnuda y tan pura. No, ni siquiera el norte.