lunes, 23 de febrero de 2015

Ningún exponente

Dos cosas me llamaron la atención. La primera fue que tuviera un sonido de celular no predeterminado. O sea, no de la lista de sonidos. Se escuchó salir de su mochila “Independiente la concha, la concha, la concha de tu madre” que creo que era con el ritmo de  “y se requiebra, y menea, y menea y menea ay comadre”, cantado por una hinchada. Pensé que ya no se hacía eso, que todos teníamos los tres o cuatro o, no sé, ocho mismos sonidos. Pero además me dijo que era un mensaje de texto de su hermana. Un mensaje de texto. Raro. Y la hermana debía tener, ¿qué?, unos -máximo- siete años más o menos que él. Estaría en el rango etario de la gente que tiene celular con otros servicios de mensajería. No mensajes de texto. Igual, no lo pensé tanto como parece acá.
Lo guardó sin contestar.


Él: Pensás que soy un boludo por cómo suena, ¿no?
Yo: Y, desapercibido no pasa, pero todo bien igual.
Él: ¿Te gusta el fútbol?
Yo: Me da lo mismo, no sé nada de fútbol.
Él: Tenés suerte, a mí me encanta. Racing (señalando un tatuaje). Fanático enfermo y sufro mucho.
Yo: Pero sufrís porque sos de Racing.


Nos reímos y me cargó porque ‘al final algo parece que algo sabía’. Yo esperé que por favor no indagara más porque hasta ahí llegaba mi conocimiento. No pasó. Nos levantamos del cordón de la vereda y empezamos a caminar. Hablamos de qué estudiábamos, de qué queríamos laburar y de la gente que conocíamos que hacía lo que le gustaba al otro (para eventualmente ponerlos en contacto, aunque eso nunca termina pasando pero quizá se puede iniciar la próxima conversación con “¿te acordás que te hablé de tal? Bueno, link”).


Él: Acá en la esquina vivo yo.
Yo: ¡Ah! Pensé que vivías en Caballito porque, y esto va a sonar medio stalker pero, siempre que chateamos, debajo de tu mensaje me aparece ‘Enviado desde Caballito’.
Él (riéndose): Esa es la casa de mi papá. Paso un par de veces por semana, pero vivo con mi vieja y mi hermana acá.
Yo: Ahh, con razón.
Él: ¿Querés subir? Te hago unos mates, galletitas creo que no tengo pero si querés pasamos a comprar.
Yo: No hace falta, mate solo está bien.
Él: Un exponente.
Yo: ¿Qué?
Él: Digo, un exponente de las mujeres de tu generación, que son todas aficionadas de la merienda. O el té, no sé cómo le decís vos.
Yo: Merienda. Me encanta, ningún exponente. Pero, sin ofender, es la situación de merienda. Con amigas, bien pomposa. No la merienda por la merienda misma. La merienda por el contexto.
Él: Ah, tenés una tesis hecha directamente.



Llegamos, sacó su llavero que era -lo juro- un muñeco de Carlitos de Los Rugrats, abrió y subimos dos pisos por escaleras. Cuando entramos empezó a gritar “Tongo” que, entendí un minuto después, era su perro.


El living tenía una alfombra no sé si verde o azul. Era grande y oscuro, con las paredes empapeladas de un color crema que el tiempo había convertido en beige. Fuimos a la cocina y él me preguntó si quería tostadas mientras llenaba con agua una pava analógica. Le dije que no. Pispeé un paquete de Variedades en el que sólo quedaban Melba. Me comí una esperando que estuviera húmeda pero estaba bien. Nos sentamos en el comedor, él debajo del banderín de Racing, tal y como en su foto de perfil.


Yo: ¿Con tu hermana te llevás bien?
Él: Sí, somos muy parecidos. Eso nos hace llevarnos bien y mal en cantidades iguales, supongo. Debe estar por llegar.
Yo: Te dejó una nota, ¿la viste?
Él: No, ¿cuál?
Yo: La del blockcito de al lado del teléfono.
Él: Ah, sí, es de hace dos días esa nota.


Tenía escrito “Dijo mamá que sacaras la ropa que ya no usás, que el domingo va a lo de los primos”. Los minutos que siguieron fueron algo incómodos. Yo estaba muy tímida; él, como desinteresado. Quería que me diera un beso que rompiera con la tensión. Eso tampoco pasó. Al ratito sacó una cajita de cigarrillos y me ofreció.


Yo: No, gracias.
él: No fumás, ¿no?
Yo: Sí, pero no Marlboro. Son muy fuertes.


Mentira, no fumaba. No fumo. Lo de los Marlboro se lo había escuchado al hermano de Sabrina, que después fue acusado por sus amigos de ‘maricón del cáncer’ y por un tiempo no entendí bien por qué.
Nos fuimos a su cuarto para que me mostrara unos dibujos de los que habíamos hablado. Estaba re ordenado, la cama contra la pared, un mueble en frente con la tele y dos parlantes bastantes más grandes que los habituales. Placard, mesa de luz, columna guarda-discos y nada más. Piso, no alfombra.
Le pregunté por su mamá.


Él: Debe estar en su cuarto leyendo, llorando o meditando. Es de esas.
Yo: ¿Qué? ¿Tipo muy minita?
Él: No, muy preocupada por desintoxicarse. Sufre por mantener la presión estable, la piel hidratada, el estrés al mínimo. Sufre por una enfermedad que no tiene. Por miedos sufre.
Yo: Pero, ¿tiene alguna condición? De salud digo.
Él: Nada, está viva y le da miedo empezar a no estarlo de un minuto a otro.


No quise seguir preguntando porque no sabía qué decir. Sentí que la comprendería si hablase con ella porque a mí a veces me invaden esos miedos imposibles. Me mostró sus dibujos y vi un flyer de A77AQUE en su corcho, junto a unas entradas para Los Piojos estimo que de hace mucho tiempo. Entró Tongo y se nos tiró encima. Las cosas seguían medio incómodas, pero menos que el comedor.


Le dí un beso de sopetón. Pifié en la puntería y me la puse contra su comisura derecha. Pensé la mínima unidad de tiempo posible en si reubicarme y seguir o salir un segundo y volver o salir del todo. Me quedé, él salió y volvió. Fue un beso de esos que sólo pueden ser *tan* hermosos porque hay sentimientos de por medio. Pero sin. Bah, no estoy segura.


Él: Flaqueaste, flojita.


Yo sonreí mirando al piso. Por suerte estaba el perro y lo acaricié; fue mi tomar un traguito de agua de ese momento.
Escuchamos que llegó la hermana y me alivió, sentí que todas las piezas de la casa jugaban a mi favor.


Él: ¿Querés que veamos si hay alguna película o te vas a tener que ir rápido?
Yo: No, puedo quedarme hasta las ocho y media.


Prendió la tele y enganchamos Space Jam, que justo la habíamos nombrado cuando hablamos de las películas que nos podíamos bancar dobladas al español. Y que peliculón. Entró la hermana.


Ella: Ah, bueno bueno, no sabía que tenías compañía.
Él: ¿Qué querés, Antonella?
Ella: Nada, preguntarte si habías hablado con mamá sobre qué íbamos a cenar. Quiero ver si como acá o en lo de Joaquín.
Él: No hablé, llegué hace un rato y no la vi. Hay pollo de ayer. Hacemos puré o ensalada y ya.
Ella: ¿Tu novia se queda a comer?
Él: Hilarante, no se nota pero me estoy riendo por dentro.


Antonella era más grande en todo los sentidos menos el físico. Tenía, a la vista, tres aritos y dos tatuajes. Era pilla y seguramente medio puta. Se fue balbuceando una queja que no pude descifrar. Él me abrazó y volvió a poner la tele en volumen. Nos quedamos así un ratito sin hablar. Yo sentía que me tocaba el pelo pero como no sabiendo cómo. Enredándose sin quererlo. La película pasó casi entera sin que yo le brindara ni dos minutos de mi atención.


Él: ¿Siempre sos así?
Yo: ¿Así cómo?
Él: Tímida, no sé.
Yo: No soy tímida, soy de pocas palabras.
Él: Pero para ser de pocas palabras hay que ser de palabras primero. Y para responderme con una frase hecha hubieras dicho “así es la vida” que tenía menos sentido y hasta podíamos filosofar un rato sobre cómo.
Yo: ¿Siempre sos así?
Él: No quiero darte el beneficio de la re-pregunta pero, ya fue, ¿así cómo?
Yo: De tantas palabras y tanto aire.
Él: Trato de respirar seguido, sí. Estar vivo es una de las cosas que más me gustan de estar vivo.
Yo: No aire de respirar, capo. Aire de flotar. Hablás y eso de lo que hablás siempre está como en gravedad cero. En cualquiera. Tiene un sentido o una continuidad, pero son palabras medusa.


Hice el gesto de ‘medusa’ con la mano, como moviendo los dedos lento, estirándolos y flexionándolos pero en una suspensión rara, una cámara lenta que intentó ilustrar lo expuesto.


Él: El sinsentido también es algo que me gusta de estar vivo.
Yo: Qué difícil, ¿cómo hacés para estar con vos todo el día, todo el tiempo?
Él: Dice la que no se resistió ni una horita para chaparme.
Yo: ¿Y si lo hice para callarte?
Él: Te salió como el orto.


Se hicieron las ocho y me tuve que ir. Nos despedimos con el cuarto beso de la jornada y nos dijimos que la habíamos pasado bien. Cuando llegué, le confesé que su mate estaba no muy bien hecho porque se había lavado rápido. Hablamos seis o siete líneas más y se fue a preparar la cena.


Pasaron 3 días y ni noticia. Hubo un partido de Racing en el que le quise hablar pero vivo, lamentablemente, bajo la norma de que después de la primera le corresponde a él. Se hizo jueves y no me resistí. Le mandé un mensajito diciendo: “*suena Independiente la concha de tu madre*”. No me contestó hasta el sábado que me dijo que colgó y que qué hacía y otras cosas muy de él que habla y las palabras flotan. Aproveché el marco de fin de semana para preguntarle qué iba a hacer más tarde. Me dijo que se juntaba con los amigos a tomar algo por lo de su papá y ya se quedaba a dormir ahí.


A la semana subió una foto en la playa con el epígrafe “Un nuevo viento salado”. Me puse contenta por saber de dónde había salido esa frase. Se me pasó al darme cuenta de que estaba en no acá. No importaba cuál fuera el otro lado, habíamos hablado mucho como para que no me dijera que se iba dentro de poco. No estaba acá y no sabía dónde ni con quién ni por cuánto. Los miedos imposibles empezaron a aparecer, al menos como quemaduras de primer grado.


Me quise hacer la viva y al rato le mandé “Ey, campeón, no me contaste que te ibas a ranchear”. Al principio había puesto ‘avisaste’ en vez de ‘contaste’ y ‘la playa’ en vez de ‘ranchear’, pero quedaba menos su onda y yo quería que nos pensara compatibles. Me contestó “Hola guachita, perdoná que no te pasé mi cronograma de esta semana”. No le contesté por 10 minutos pero porque no sabía qué decir, y me mandó “(era joda). Lo decidimos con los pibes de un día para otro”. No le quise preguntar cuándo volvía, le mandé un beso y que la pasara bien. Menos ortiba de lo que suena acá, igual.


A la semana y media de esa conversación le mandé, haciéndome la lanzada, “Estoy abajo de tu casa”. Bajó en short del Barcelona y ojotas. Sin remera. Se me derritió el criterio.
Subí, charlamos un rato, jugué con su perro y estuvimos. Me puse contenta de haber retomado el contacto, porque venía alimentando la idea de verlo y tocarlo y que me abrace durante mucho tiempo. Dos veces estuvimos, y me fui. Quería que me invitara a cenar, confieso. Digo, parecía no tener problemas con que estuviera en su casa mientras también estaban su mamá y su hermana. Pero me fui.


El martes me habló y sonreí. A las cuatro líneas se las ingenió para meter que estaba “en cualquiera” y que su vida era medio un quilombo con el que se había encariñado. Le pregunté si me estaba barriendo los pies de ahí y respondió “jajaja, hermosa imagen”. Le mandé tres puntos suspensivos. Me mandó un “ya me conocés. Ya sabés que ‘floto’”. Le deseé un porrazo de realidad pero sin contestarle.


Lo lloré tanto que cualquiera habría pensado en el final de una relación de años, la muerte de una mascota, el despido de un trabajo. Estuve sin engancharme con nadie por un tiempo, mirando sus fotos, leyendo nuestras conversaciones.


Se borró porque se la hice muy fácil o porque no le gustaba o porque no encajábamos, no sé.


Tenía atragantadas cosas que decirle.


La semana pasada lo vi de casualidad. Caminé sin pensarlo mucho hasta él, le toqué el hombro, le di un abrazo y:


Yo: Nunca fumé.
Él: ¿Qué?
Yo: Que no fumo y nunca fumé. Ni Marlboro ni Lucky ni nada.
Él: No entiendo, hola, no nos vemos hace bocha.
Yo: Sí, hola. Perdón por el atropello. Pasa que estar con vos me encantaba por vos, no por mí. Yo...yo no fumo y nunca fumé.


Hice una pausa como de comprensión para los dos.


Yo: Eso era. Qué alivio, boludo. Siento que floto. Pero posta, no por haberme inflado con giladas.


Le pegué dos cachetaditas en la cara, le dije que el short de fútbol y las ojotas le quedaban una cosa de locos, y seguí de largo.




(Igual, no lo tengo tan superado como parece acá.)

martes, 10 de febrero de 2015

Cemento fresco.

Ayer no hice la cama ni tiré el pote de queso blanco a punto de acabarse. Declaré, a partir de esa ínfima revolución (triste revolución), que el día sería una mierda de principio a fin.

Marcos me dijo una vez que se dio por enamorado el primer día, cuando me vio sentada en 'el huequito de las lindas'; "ese en el que a veces hay un matafuego, entre los dos primeros asientos y el resto del bondi, frente a la máquina de monedas". Yo en ese momento supe que cuando escribiera sobre él, empezaría por ahí.

Fuimos cemento fresco y maleable todo el tiempo que pudimos. Cambiamos, nos desbordamos un poco. Nos dejamos marcas que otras marcas ya borraron.

Se despidió pidiendo perdón por no poder ser mi príncipe azul. “Ni siquiera tu príncipe, a secas”. No podía verme llorar tanto, tan seguido; no podía lidiar con que diseminara la comida antes de llevarla a mi boca, no quería almorzar los domingos con mi familia. Tampoco hablaría francés, y entonces yo no me derretiría al escucharlo. Nunca adoraría los sábados a la mañana llenos de caricias y clichés. No le gustaban los perros.

No sería él.

La mayoría de las cosas se parecen a trepar un árbol o pisar la pelusa que queda enredada en el escobillón para poder desecharla. Algunas otras, suerte o desvíos involuntarios. Pero la mayoría de las cosas duelen, molestan, pinchan; se festeja la llegada, se contempla la vista, se toman con cautela y en algún momento se terminan. Se secan. Se tiran.

A Marcos evité superarlo a propósito, o eso me dije. Tenía miedo de conseguir encerrarlo en el pasado y que algún día volviera a aparecer para hacer desastres conmigo. Entonces lo suspendí, medio siguiendo y medio esperando. Nuestra historia es hermosa, sencilla, sospechosamente perfecta. No sé si nuestra historia vale más en curso o completa.

Y salir a conocer gente es una iniciativa destinada a fracasar desde el principio, desde el primer amigo que te arrastra a ese infierno. Además, los comienzos. Nada me duraría más de 20 páginas. Un cuento con olor a cigarrillo, luces nocivas y mucho gel para el pelo.

Igual me obligué a dos o tres besos con desconocidos amparándome en la juventud de la que creo todavía puedo abusar. Salí con un Mariano y con un Lucas. El primero me gustó pero su casa era demasiado grande y pomposa para alguien de veintilargos. Y siempre estaba muy bien vestido, con rico olor, impecable. Me esperaba abajo del auto con las manos en el pito y las piernas un poco separadas.Todo ese entramado sin un pixel fuera de lugar me desmotivó, no sé bien por qué. Igual, seguí. Tres meses y una semana después, había hablado de él menos de lo que, según los estándares de normalidad indicados en el mandato social, la “relación” merecía; así que le dije que estaba en otra y se acabó. 


Lucas era más chico, más par. Se vestía casi siempre de azul y blanco o de azul y gris con zapatillas. Me molestaba mucho y eso me gustó. La primera vez que estuvimos, duró poco. No muy, pero poco. Después esa cuestión se normalizó y seguimos cinco meses hasta que nos encontramos no-enamorados del otro y decidimos caminar él para allá y yo para acá. Al tiempo le mandé un mensaje para vernos. No fue tanto por calentura sino más bien por soledad. Respondió con cordialidad ambigua, esa que indicaba que nos juntaríamos -probablemente- nunca.

Me enteré pavadas de Marcos mientras seguía sin aparecer. Lo había eliminado de todos lados porque el equipo de psicólogos berretas que conformaban mis amigos así lo habían aconsejado. Esperaba esa recaída, un mensaje que no significara nada y al que me pudiera negar pretendiendo haber pasado de página. Pero otro árbol no quería y todavía tenía migas y pelos y polvo sin tirar.

Ayer, mientras seguía esperando, noté que de Marcos no sé más nada.

Así debe sentirse, esta tensa calma de quien pasó la revolución o de quien espera la muerte. O de quien trepó a lo más alto o del que se animó a pisar basura descalzo.

Se me fue el día pensando en el que no sería.

Cuando llegué, el pote estaba afuera de la heladera.
El día había finalizado.
El cemento se había secado.

Marcos me dijo una vez que se dio por enamorado el primer día, cuando me vio sentada en 'el huequito de las lindas'; "ese en el que a veces hay un matafuego, entre los dos primeros asientos y el resto del bondi, frente a la máquina de monedas". Yo en ese momento supe que cuando escribiera sobre él, empezaría por ahí.

Y acá estoy. Terminando.