jueves, 25 de septiembre de 2014

Mi abuelo.

Era un tipo común, mi abuelo. Comía sanguchitos de miga de huevo, jugaba a la Generala y fantaseaba con socialismos inviables. No me dejó ninguna enseñanza mundana, de esas que hablan del viejo continente o de las muchachas que desembarcaban en el sur. Ninguna poética tampoco, como que el amor sólo no alcanza pero sin amor no hay nada; o que los olores que quedan en las almohadas alquilan ambientes chicos en el alma y hacen lío en horarios indebidos. Son cosas que tuve que aprender por mi cuenta. Sí solía contarme sobre los autos que dejaban en el estacionamiento donde trabajaba. "Una camioneta del tamaño de tu cuarto", "Era tan chiquito que entre las líneas amarillas entraban dos de esos", y demás. Me gustaba escucharlo porque, como descubrí recordando tiempo después, un poco lo entusiasmaba y otro poco exageraba para mí.

Tenía un bigote blanco mullido pero prolijo, las piernas juntas arriba y separadas a la altura de los tobillos como paréntesis invertidos, y un amor por mi abuela que ojalá pudiera explicar.

Se murió poco antes de que yo cumpliera 12. Justo esa noche me había quedado a dormir en la casa de mi papá. Él fue a mi cuarto -supongo que mi mamá lo llamó y le contó las malas nuevas que fue a repetirme, pero- me acarició la cabeza y decidió dejarme, esperar a que sola me despertara. Yo lo escuché entrar, sentí su mano en mi cabeza y, no brillantemente, intuí que.

Es que estaba internado hace ya algunas semanas, y todos venían dándome charlas sobre cómo el abuelo iba a estar en paz, que ahora sufría pero que se le iba a pasar, que a pesar de la tristeza era lo mejor y que me iba a acompañar siempre. Algunos otros mencionaban que era "el ciclo de la vida", y los que entendían que poco y nada había para decir, me abrazaban.

Discúlpeme, señor o señora, si peco de egoísta y apelo a coloquialismos demagogos, pero la muerte ajena es una mierda. Y nada te prepara, nada. Ni las semanas previas en que todos saben cómo va a terminar y que es cuestión de tiempo, ni las charlas sobre el ciclo de la vida. Nada.
Perder a un ser querido se siente como si alguien agarrara una trincheta oxidada y la clavara en lugares que duelen, lugares viejos y lugares que ni sabías que tenías. Músculos, venas, piel, sentimientos. Todo acuchillado. Un amor que escuché hacer 'crack'. Un amor roto. Que nunca nadie iba a poder enmendar. Que nunca volvería a hacer 'click'.

Esa es otra cosa que el abuelo no me enseñó y que averigüé con el paso de la vida, de la suya y de la mía. Además, 12 años. Horrible. No era ni tan chica como para haber construido un vínculo fácilmente olvidable, ni tan grande como para llamarlo una vez cada tanto con algo de compromiso y otro mucho de pedirle que le insista a mi abuela para que me haga su famoso arroz con pollo. A veces pienso en que ojalá hubiera pasado bastante antes, para no tener por qué extrañarlo, a qué aferrarme. Igual, rápidamente me invade la culpa y se me pasa.

Recuerdo que mi mamá me dijo que siempre que encontrara una pluma quería decir que él estaba ahí, cuidándome. Desde ese momento, siempre creo que debería guardar todas las plumas que encuentro por el camino, para exponerlas en mi casamiento, por ejemplo, o pasárselas a mis hijos cuando vea que a alguno le gustan los sanguches de huevo o es chueco al revés. Nunca lo hice. Debo decir, con dolor y vergüenza, que me ganó el cinismo, el escepticismo, el saber que no está en una pluma ni en cinco ni en diez. Básicamente porque ya no está.

En parte, por esto es que le temo tanto a la muerte. No la mía, a la de al lado. Se me retuerce el corazón de sólo imaginar que puedo (volver a) perder a alguien que quiero, sentir ese filo frío, seco y grumoso y tener que buscarlo en cosas. En dados dentro de un vasito, en enseñanzas que no me dejó, en las que sí, en una línea formada por -eventualmente- infinitas anécdotas que conforman un círculo que es el ciclo de la vida. O en una pluma.

Supongo que nos cuesta el doble suprimir algo cotidiano que algo episódico. Algo de todos los días que una sorpresa.


El amor, como no me enseñó, no sabe de méritos y castigos. Pero él lo merecía todo. Era un tipo común, mi abuelo. Y eso me hace extrañarlo aún más.