viernes, 30 de enero de 2015

Error de arrastre.

Y el miércoles tropecé con uno de esos conos redondeados, gordos de las peatonales del centro, y los auriculares se me salieron para adelante y se rayaron. Sentí vergüenza pero no mucha porque elegí no levantar la vista del piso durante veinte o veinticinco pasos. Evité el problema aunque no dejé de escucharlo mirarme alrededor.

El saco, advertí, se había enredado en esa torpeza con la correa del bolso. Igual seguí.

Cuando llegué, el servidor me pidió que actualizara la contraseña y agregué un asterisco al nombre propio que tenía, el que desclasificaba bases de datos y correo basura. Cambiar de nombre no quise; no estaba listo creo para borrar tanto.

Almorcé dos empanadas de jamón y queso tibias tirando a frías. La oficina en la que está el microondas queda del otro lado del piso y mi voluntad de hacer para mejorar se abrazó al suelo demasiado fuerte. Y voluntad de reserva para sacar a esa voluntad primera de la situación de peso muerto no tenía. No tengo.

Cuando se fue Sandra, abrí la ventana y prendí un cigarrillo. También, mientras tanto, mastiqué chicle de menta y busqué con la mirada el alcohol en gel que usaría tapar el olor después. El que disiparía la escena del crimen, pero no el crimen. No la culpa. Un cigarrilo hasta la última pitada y el filtro aplastado contra la pared de afuera. Un cigarrillo más es un cigarrillo menos. Como los días o los amores, los momentos o los años.

La "w" se trabó y sacudí el teclado cual cavernícola esperando que en alguno de esos vaivenes se acomodara y pudiera terminar la planilla. Es mi forma. No tengo paciencia ni tiempo, tampoco ganas de buscar soluciones alternativas que se ajusten más a esto que soy o debo ser.

La tecla se salió. La volví a poner y quedó bailando.

Preparé café y le puse edulcorante por error pero lo tomé igual porque vislumbré que la puerta para quejarme unos cinco minutos se había entreabierto. No lo exterioricé, pero tan mal no estaba.

Me fui y dejé el saco. Lo noté en el ascensor pero no quise volver. No quise volver. Total, el jueves tendría que ir de vuelta.


Ese día te pensé mucho.

miércoles, 14 de enero de 2015

Podés irte si querés.

Tenía un cuadro de Diego Rivera arriba de la cama y era chicata. Esto último lo sé porque cuando me desperté, por reflejo condicionado y pensando que era mi casa (o sea, mi mesa de luz), me puse sus anteojos. Estoy seguro de que se llamaba Milagros. O Soledad o Consuelo. No, Milagros o Soledad. Cuando me lo dijo, me acuerdo de pensar en que qué nombre cargoso y de mierda. Miré su reloj despertador y varios palitos rojos borrosos marcaban las 10:53. Esto último lo sé porque empecé a mirar a las 10:52 y cuando cambió dilucidé el enigma. Sentía la boca como llena de cemento y queso crema, con olor a que algo se había derretido y/o oxidado debajo de mi lengua. La fuerza de gravedad me tiraba mucho más que cualquier otra mañana, me tiraba como desde los veintipocos no lo hacía. Cuando logré levantarme, puse un pie debajo de la cama y algo peludo chilló y salió corriendo. No vi bien qué, pero era cuestión de tiempo hasta saber si ella era una chica de gatos o de perros. Me fui a lavar la cara. El espejo conservaba un poco de vapor, índice de que alguien me había ganado de mano en la batalla contra el día que venía y el anterior. Deseé que fuera Milagros/Soledad y no otra sorpresa.

Salí del baño y lo vi. Era un gato.

Quise entrar a ducharme pero me pareció inapropiado. También, confieso, me dio algo de miedo. Casa ajena, desconocida y solo, por más día que fuera. Caminé su dos ambientes escueto tratando, por un lado, de encontrarla a ella (en cuarentialgo de metros cuadrados no debía llevar mucho tiempo); y por otro de recordar la noche anterior. Su living era como un pasillo muy ancho. Un sillón marrón de dos cuerpos que el gato había sabido devaluar a arañazos, una tele adherida a la pared y una mesa ratona de madera clarita. La cocina integrada, sobre la pared de la puerta, colonizada por un ejército de platos y sartenes limpios pero sin guardar.


Nada.


Por su cuarto entraba tanta luz que supuse era en un sexto o séptimo piso. Ni muy abajo cosa de que los edificios altos tapasen casi todo, ni muy arriba por cuestiones de horario y de sol. Abrí su ventana y miré hacia abajo. No pude contar con exactitud, pero eran más de seis. Siete, ocho o nueve pisos de altura. Tenía cuatro macetitas en un cantero flotante que, al ser contrafrente, nadie más que ella podía apreciar bien. Busqué mi ropa y me vestí. Bueno, no me vestí, me puse la camisa y me quedé en calzoncillos. Imaginé que, dada la noche que seguramente habíamos pasado, podía prescindir del pantalón. Empecé a recapitular.


Del trabajo me había ido con los brasileros y mi jefe a comer. Hablamos prácticamente toda la cena de reuniones y factores influyentes a favor y en contra para lanzar el proyecto. Pagamos y pedimos otra botella de vino. No era tanto, de todas formas. O sea, dos botellas para 5 personas. Pagamos nuevamente, nos saludamos con apretones firmes y una sonrisa corporativa, y cada uno fue para su lado. En el camino hablé con Lucho, que me insistió para que lo acompañara a la inauguración de un bar. Fui. Probé tragos y tragos con él, su novia y su cuñado del interior. Muchos, bastantes. A eso de las dos y media, Lucho sacó una bolsita y me ofreció, sin hablar, sólo acercándomela por abajo y levantando las cejas. Fuimos al baño, tomé pero poco. Volvimos y a la mesa se habían sumado varias personas. El cuñado hablaba con dos o tres chicas y estaba otro grupo que no sé por qué se había sentado ahí. Los tragos siguieron. Me saqué el saco porque moría de calor y, de ahí en más, baches.


Hacía años que no salía así ni tomaba así ni tomaba asá. Me estaba yendo muy bien en el trabajo y me había enfocado, había desplazado todo en eso.


Sobre los charcos de memoria, bueno, recordé haber invitado varios shots y cervezas, bailado con unos extranjeros de pantalones raros y maquillaje, besado a una morocha y al rato a Milagros. Soledad. No sé. También de llamar a Andrea para decirle que me limpiara la agenda del día siguiente. Al rato recordé haber hablado con su contestador.


Investigué su biblioteca para ver si algunos manuales me hacían revivir la conversación. No sabía nada de ella. No sabía si era psicóloga o estudiante crónica de, por ejemplo, hotelería. Si tenía las piernas largas o le bailaban al suelo cuando se sentaba en sillas algo más altas que lo normal.


No pude descifrar. Pura historia novelada. Algún que otro cómic.


Abrí su heladera, agua tenía que tener. Tenía. Con mi boca empastada y mi aliento a cadena de bicicleta, agarré la botella de 1.5 litros y me la terminé. El tiempo pasaba, el sol se movía al living y yo perdía la vergüenza de no saber. “Eso hace el tiempo” pensé “exfolia miedos e inseguridades”. Bueno, no lo pensé exactamente en ese momento sino varias conversaciones después, reconstruyendo la historia de Milagros o de Soledad ante amigos.


La había besado y había hablado de irme con ella pero no sabía si me había ido con ella. Me desinflé solo con un “¿Más de dos minas? Qué te hacés el galán, gil” mental. Igual, no estar en su casa por alguna razón me inquietaba más que estarlo. Era el mismo desconocimiento, la misma laguna mental, las mismas horas de desmayo con alguien que no sabía quién era pero esperaba que fuera ella aunque tampoco supiera quién era ella.


Cerré la heladera y vi una nota. “Salí a correr. Traigo medialunas. Podés irte si querés. Roncaste muchísimo. No me robes, por favor.” Sin firma.


Tenía letra de cheta. De cheta piola. De esas chetas que enamoran. Ninguna “i” con corazón o caracteres muy redondos pero una prolijidad de educación privada.


Pensé en irme y dejarle una nota graciosa en respuesta. Con mis datos, por ahí. Escribí “Lamento suponer y no saber que si hacés ejercicio probablemente seas hermosa. De manteca, por favor. Perdón, sufro de apnea o alguna enfermedad aledaña que me justifique. ¿Qué? ¿Cómics y cremas hidratantes? No podría.”


La abollé y la tiré apenas encontré el tacho, pero eso me tomó un tiempo que le restó pasión al momento. Es que estaba en la última puertita de abajo, con los productos de limpieza.


Volví a escribir y a tirar cuatro veces. Total, hasta que me decidiera entre quedarme o irme no tenía nada que hacer que no fuera a violar quizá alguna parte o regla de su casa. Cómo saber.


Después rescaté todos los bollitos y los metí en mi pantalón por miedo a que eventualmente los viera. Sí me tomé el atrevimiento de sacarle un calmante para la acidez que encontré buscando el tacho.


Me sentía mejor y me mentalicé para irme y no saber de Milagros/Soledad nunca más. Sería una gran historia. Nos conocimos, nos encamamos, ella se fue con una nota en su heladera, yo le dejé otra y nunca más nos vimos. Hubiera sido, sí.


Miré algunas fotos para saber si me había cogido a un 4 o a un 9. Bien podría haber sido algún número en el medio pero le restaba emoción a la situación. Era morocha. Quizá era la morocha del primer beso que me volví a encontrar dos o tres tragos después. Quizá habían sido dos morochas como creí acordarme en primer lugar. Mejor todavía.


Era sábado. Eso lo supe de una y me tranquilizó. Ningún incendio de oficina que apagar. Además, mi celular estaba muerto. Me alegré de todas formas por tenerlo encima y no haberlo regalado en lo que parecía haber sido una noche de esas de película sobre adolescentes o grandulones que hacen cualquiera. Me reí también por el mensaje a Andrea.


A mí no me gustan los diminutivos. Nada de “Sole” ni “Mili” ni “Lola”. Qué sé yo, cosas que se me cruzaban por la cabeza en ese momento.


Me calzaba el primer zapato cuando escuché las llaves. Me paralicé. Ya casi que estaba cómodo en ese living ajeno y no saber. Contaba con que no aparecería. En esos cuatro segundos en lo único que pensé fue en la vergüenza de mi panza de cerveza y mi aliento asqueroso. Muy de mina, creo. La imaginé entrando en calzas, con una colita alta y brillo en el pecho producto de la transpiración.


“Me entro a bañar de nuevo un toque. Compré churros, están sobre la mesa de las llaves” me dijo y se metió en el baño que estaba justo antes de llegar al cuarto. Yo me apresuré a terminar de alistarme y salir. No quería saber nada con conocernos. Quería quedarme con la Milagros, la Soledad que había imaginado. Hice mucho barullo entre ponerme el otro zapato y el saco. Se me cayeron las llaves. Las agarré y encaré para la puerta. En eso salió ella, divina, desprolija pero como en las películas que igual están hermosas, diciendo que se había olvidado de llevar ropa interior limpia. Tenía las uñas de los pies pintadas de rojo y una toalla mal envuelta que dejaba asomar una cola de no creer. Cuando me vio atinando a irme me dijo, como con tono de decepción y de dejadez “¿Qué? ¿Te vas? ¿De verdad sos así de boludo?” No contesté como por dos segundos que parecieron veinte o veinticinco.  


Me quedé ahí parado sosteniendo la vergüenza de ser un cagón “por la anécdota”.


Ella, suelta, fresca, con cara de despertarse con aliento a eucalipto todos los días. Con las cejas claritas y la piel blanca. Ni una peca ni una arruga ni un lunar.


Descubrí al rato que su boca llegaba a mi nuez. Nos besamos, ella en puntitas de pie innecesarias pero hermosas, yo todavía metiendo un poco de panza.


No me acuerdo bien cómo empezó. Repito sin orgullo ni humillación que a partir de equis momento de esa noche, sólo baches y parches y lagunas. Pero desde que me desperté en su cama sintiendo que pesaba 230 kilos y oliendo raro, sé absolutamente todo. 

No cogimos esa noche porque me quedé dormido en la mitad, me contó.

Nos mudamos juntos el martes pasado y hace un rato nos llegó el sillón. Se llama Tatiana. Yo a veces le digo Milagros, y a veces Soledad.

viernes, 2 de enero de 2015

Nos sacamos el amor de encima.

Ella: Se cortó la luz y me resulta más fácil tener una crisis existencial que llamar a Edenor.
Él: Claro, a todo el que haya visto una película de esas en las que reflexionan boca arriba en la cama le pasa. Bah, a todo el que haya intentado comunicarse con Edenor también.
Él: Igual, dale, “más fácil”. Tampoco la pavada
Ella: Más fácil por lo segundo que dijiste, no por hacerme la que. Igual no se me ocurre en qué pensar.
Él: ¿Y música? Eso lo hace más película.
Ella: Sí, pero se me va a acabar la batería en 5 minutos.
Él: Bueno, hablemos, algo va a salir.
Ella: ¿No te molesta?
Él: Hasta ahora, no.
Ella: Bueno, gracias. Pero ¿sobre qué? ¿la muerte? ¿Dios? ¿el sol? Perdón, no sé pensar en pensar.
-Ni la muerte, ni Dios ni el Sol pueden mirarse fijamente porque terminan lastimando. Así que mejor no.
Ella: Apa, re sabés estar sin luz.
Él: Sé esquivar temas que no llevan a ningún lado y dejan a todos medio boludos.
Ella: La obra.
Él¿Qué?
Ella: La obra. No me acuerdo cómo se llama. La que fuimos a ver al Camarín. Dijiste lo mismo cuando salimos.
Él: Ah, sí, es que la juegan de solemnes y te voltean unos minutos. Después vas a comer y se te pasa. Igual, prefiero que no hablemos de nosotros.
Ella: Te y me lo prometo.
Él: Ok. ¿Terminaste el libro?
Ella: No, me quedé en la parte que él le dice que lo que le tendría que pasar no le está pasando y cree que es porque el amor es un invento de las mujeres. Me gustó eso, pero él me cae mal. Es un tirapostas berreta.
Él: Terminalo, vas a quedar enamorada.
Ella: ¿Para vos es?
Él: ¿Qué? ¿Berreta? ¿O lo del amor? Nah, es humano, qué sé yo. Si lo sentimos todos, qué importa de dónde salió.
Ella: Ahí está. medio millón de científicos y antropólogos dándose la cabeza contra la pared en este momento.
Él: Problema de ellos, yo me ocupo de contratar y echar gente.
Ella: Yo creo que dejamos de fingir cuando hacemos por amor. Cuando nos movemos por amor.
Él: Sí, pero eso de que el amor ‘vive’ en la barbarie, en un estado de naturaleza, "todo vale bla bla bla" es una pelotudez. Hay cosas a respetar, hay reglas, hay esquinas y hay semáforos. Y que me chupen la pija uno por uno los poetas de aerosol que piden más amor y no saben qué hacer con él ni cómo caminarlo.
Ella: La puta. Desacelerá, que estoy sin luz y me pierdo.
Él: Jajajaja sí, se me fue la lengua. (¿los dedos?)
Ella: Eso suena a, bueno.
Él: Sí, sigamos de largo.
Ella: ¿Ya superaste el mundial?
Él: Eso no se pregunta. De eso no se habla.
Ella: ..mala mía.
Él: Bastante, sí.
Ella: 41%
Él: Tabien, una hora más tirás.
Ella: Sí, igual ojalá que vuelva. ¿Tu hermana ya se fue?
Él: Hace 20 días. La re extraño, boluda.
Ella: Sí, es como tu compañera de aventuras jajaja.
Él: Sí, igual estoy pensando en irme en marzo para allá una semana. Voy a ver qué onda más adelante.
Ella: ¿Ella cómo está?
Él: Mil puntos, imaginate, está arrancando a vivir sola. En Barcelona.
Ella: Sí, el que la pasa peor siempre es el que se queda.
Él: Exacto.
Ella: El libro dice eso, ¿viste? Que “el otro” siempre es el que se va, sigue, que está como nómade. Y uno sufre porque está clavado en el lugar. El que se queda, se ancla. El que siente la ausencia. “El otro es, por vocación, migratorio, huidizo. Yo, que amo, inmóvil” o algo así.
Él: Es un librazo. Y él es un personaje de la concha de la lora.
Ella: Es un buen libro, pero no me gusta que teorice y encasille todo lo que se siente.
Él: Ay, ella, no le gustan las clasificaciones. Andá, está re bien explicado. Y el amor de ella, que seguro te encanta y empatizás, es tan puro que no podría existir nunca en la realidad.
Ella: Siento que estamos hablando del de Marge y Flanders.
Él: Sabés que yo no Simpsons mucho.
Ella: Es verdad. ¿Y vos qué estás haciendo? ¿Qué estás leyendo? No sé, “contate algo, sacá tema” como decíamos por msn.
Él: JAJAJAJA CÓMO TE ACORDASTE DE ESO. Qué bobos, por favor. Yo nada, no sé, estoy arrancando uno sobre un hombre que de repente se queda solo, por muchos motivos, como que la gente a su alrededor se va tamizando y él queda. Y cómo lo lleva y qué hace y piensa y tal. Es muy lindo, habla un poco de la adecuación del hombre al mundo, a los objetos, etc.
Ella: Nunca una novela playera.
Él: Nunca. Y no me molesta decirlo ni quererlo. No lo hago por una moda ni para escaparle. Lo hago (leo) porque me gusta de verdad.
Ella: Si tanto te tenés que atajar…
Él: Bué, siempre me decís lo mismo.
Ella: Porque explicás de más. Nadie te pide que amplies, que aclares, y lo hacés. Como si tuvieras que justificar tus gustos. O desasnar al resto.
Él: Vos también estás a la espera de que haga cosas que te molestan para marcarlas. Siempre fue así. Como si canalizaras tu bronca con todo en mí, en lo que sabés que voy a decir o hacer que te fastidia. Esperás a que pase para desquitarte.
Ella: Siempre fuimos esto. Amor siempre en falta, amábamos lo que no éramos, lo que no estaba. Los dos fuimos los que nos quedamos, los dos sufrimos la espera. Y el amor se nos fue, ¿no te parece? No me gusta creer que el amor es un invento de las mujeres porque me suma responsabilidad en nuestro mal viaje, pero sí creo que quizá sin mí no sabrías del amor la parte que más te gusta, la de hacer sin pensar y con gusto de haber hecho.
Él: Eso pasaba. No nos gustaba hacer sino haber hecho. La tarea cumplida. El amor como un trámite. Nos hacía sentir realizados, plenos, como salir del gimnasio o terminar una película muy larga pero muy buena. No supimos, no sabemos capaz, disfrutar del durante.
Ella: Porque el durante siempre nos faltaba. Estábamos como mal impresos, tipo los diarios en los que la letra parece sombreada de lo corrida que quedó la tinta. Cada vez más borroso(s).
Él: Si nos hubiéramos enamorado a fondo, habríamos corrido hasta la meta y llegado, y agregado otro kilómetro, y llegado, y así. Pero no, nosotros nos sacamos el amor de encima.
Ella: Nos sacamos el amor de encima.
Él: Ahí tenés. Querías una crisis existencial.
Ella: No sé si tanto, pero...
Él: Bueno, basta. Nos lo habías prometido.
Ella: Sí, perdón. Es la falta. Estoy sin luz y sin vos. 4%.