martes, 28 de octubre de 2014

Colección.

De todas las veces que sentí que moría por dentro pero intenté seguir creyendo en el amor, esa fue la más difícil.

Había habido catorce varones. De cada uno adopté y heredé cosas. Tengo un discman roto, algún desliz de dequeísmo, seis o siete libros que jamás devolveré y buzos talle enorme para usar en casa, de esos que a una la hacen sentir estrella de cine. Mis preferidas, sin embargo, son el tratamiento en femenino a Buenos Aires, una foto de París de noche, la forma de doblar la toalla de manos (un tercio y un tercio en vez de al medio) y esa idea de que los ochenta fueron la década en que ser careta no era careta. También perdí tantas otras. Discos, una cámara de fotos, una bata, la costumbre de ponerle garrapiñadas a la ensalada y mi peso ideal.


El cuarto de Martín era un péndulo entre la adultez y las milanesas de su mamá. Azul y gris, con estantes llenos de libros de economía y figuras de acción, un póster recortado de alguna revista que leía "La Vuelta a Boedo", dos mesitas de luz y, en el último rincón, apoyada boca abajo, una vuvuzela. Nos enamoramos al par de horas. Es muy complicado (por lo menos para mí) no sentirse así cuando el momento con la otra persona parece un viaje en taxi a la noche, por la ciudad. Con ese vapor subiendo por la ventana y las luces que van pasando. Alguna canción vieja pero no tan, esa quizá. Dos horas con Martín y yo ya quería no bajarme nunca.

Planeábamos mudarnos juntos, tener un gran danés, apostar quién cocinaba cada noche de la semana, disfrutar de un balcón espacioso y coger siempre que quisiéramos. Lo hacíamos muy bien, como en esas relaciones frescas de algunas semanas; sólo que con años. “Las paredes blancas, mi amor. Las de toda la casa. Ningún azul o rojo o gris” y cosas del estilo nos decíamos (le decía) antes de dormir.

Estuvimos mucho tiempo en ese cuarto. A veces hasta nos filmamos con su computadora. Nada muy pasado ni pesado, más bien un reality de bajo presupuesto. Un jueves, por ejemplo, me sacó una foto leyendo en bombacha. Un martes fumamos hasta no poder hablar. Bueno, varios. Un lunes me mordió el culo y me dejó un moretón. Ese sábado hicimos limpieza general, tiramos sus camisas de manga corta y Contabilidad I y II. Tiramos también el discman. Lo fui a buscar.

Un domingo lloré mucho sin razón aparente.

“Debe ser el domingo mismo, que le gusta jugar con estas cosas”.

Un viernes me di cuenta de que no lo amaba.

Así, sin haberlo procesado, como si el sentimiento hubiera ido de cero a cien en cinco minutos. Como haber convivido con eso sin saberlo y que ahora me matara, me estuviera por matar.

La culpa de que fuera perfecto y todo lo que jamás había encontrado en uno, dos, catorce varones; de saber que no lo volvería encontrar. La culpa de no sentir lo que se suponía que.

Me senté en su cama y le dije que había algo que quería decirle. Solté, a los tres segundos, un llanto desconsolado que –y no me enorgullece decirlo- me dio algo de ventaja sobre el planteo. Le dije que había algo en mí que se había apagado, que no era querer estar sola sino no querer esa relación. Que a él no tenía nada que “criticarle” (gesticulé las comillas) pero que lo que me venía pasando al mirarlo me había dejado de pasar.

Martín se quedó callado unos diez minutos. Se paró, caminó de lado a lado fregándose los ojos pero sin llorar, se sentó frente a la computadora, borró nuestra carpeta “Gran HerMEHno” y me dijo que había hecho bien en decírselo, que en ese momento tenía muchísima bronca y tristeza abotonada en la garganta y a punto de estallar, pero que “si ya no nos elegimos todo el tiempo, más allá de lo que nos pase de a ratos, no podemos estar juntos.” Hablamos un poco más, yo quería lavar la culpa que sentía por no sentir. Él quería que me fuera.

Me dio mis cosas en una pilita, sin bolsa, puso arriba de todo dos de sus muñequitos y dijo “Espero que se me pase rápido, pero de poder elegir, yo te elegiría siempre. Que seamos felices, y que no duela al pedo”. Cerró la puerta.

Hoy pasó un buen tiempo y lo extraño. Deben ser la lluvia y el insomnio, que les gusta jugar con estas cosas.


Tengo un discman roto, algún desliz de dequeísmo, seis o siete libros que jamás devolveré, la duda de haber arruinado lo mejor que me pasó en la vida y unas Tortugas Ninja de 10cm que me lo recuerdan cada domingo.