lunes, 23 de diciembre de 2013

Cuando me despierto un rato antes que vos.

Me falta el olor de tu cuello porque estás durmiendo de costado, dándome la espalda, mirando para allá. Yo pienso, mientras tanto, en cuánto tiempo pasará antes de que dejemos de elegirnos. Un instante, porque en cualquier momento va a sonar tu alarma y vas a empezar a vestirte, luciendo ojeras para que todo el mundo sepa que dormiste poco.
Me pregunto si estaré bien o querré mudarme de cuerpo, o si terminaré saltando de cama en cama, como en un recorrido de obstáculos, con los ojos en la meta y la cabeza en descifrarla. Si gastaré el teclado recordándote, o cuántas copas de vino me llevará cambiar de tema. Y cuántas retomarlo. Quizá me ponga contemplativa y pase mucho tiempo en el balcón. Aunque no creo, me dan miedo las alturas.
Tal vez te escriba un mail, largo o no tanto, contándote que algo en mí se murió cuando te fuiste. Que perdí peso, que al final no me voy a teñir, que estoy fea. Que no puedo pensar en otra persona porque cuando el corazón está roto, ninguna margarita tiene pétalos. Que extraño el olor de tu cuello y que igual, cada tanto, me asomo por la ventana y veo que el olmo tiene alguna pera. O algo así. Viste que yo soy de combinar banalidades con la más trillada cursilería. Si estuvieses despierto, me dirías que eso es redundante.
Canciones tristes, muchas. Muchísimas, repitiéndose mil veces. Más duele, más me gusta. Quiere decir que todavía puedo y sé sentir. ¿A las cuántas canciones te volverías parte del pasado?
Te toco la espalda. Son caricias suaves para darme cuenta de que estás durmiendo al lado mío. Quiero que te despiertes pero no quiero despertarte. Esta espera me hace pensar, me agudiza los sentidos, y las canciones suenan más fuerte y el balcón está más alto. Te toco porque acá arriba hace frío. Te toco para sostenerme.
Yo creo que me mentiría, me convencería de que la soledad se elige y, cuando uno sabe domarla, en esa elección está la libertad. Pero no, me pudro por dentro. Me muero. Quiero hablarte, besarte, sentirte. Intento entender, mientras dormís acá al lado y nos separamos, que a la altura se le teme más por distancia que por altura. Y quizá entre lágrimas ponga un pie en el aire y elija tirarme. Porque después de todo, la muerte es liberadora.
Siento el viento hacerme cosquillas en la planta y los dedos. ¿Cómo hiciste para dejar de quererme, mi amor? Suelto la copa y, con los ojos cerrados, la escucho caer, ansiando que ese estallido de vidrio te despierte, porque pensar me está empujando. El vino coquetea con el aire mientras yo te acaricio un poco más fuerte, es que esta espera se está volviendo vertiginosa. Inhalo, como tratando de quedarme con todo tu olor, y voy.
Pero entonces suena tu alarma, el instante se termina y te das vuelta, nos miramos y estamos juntos. La copa nunca se oyó, porque a veces lloramos sabiendo que, si perdemos el equilibrio, la soga se mueve o apoyamos mal un pie, de la caída nos salva un abrazo.

jueves, 5 de diciembre de 2013

Respirar.


Le dijo, mediante gestos, que ya estaba lista. Él tomó el pincel y comenzó a intentar inmortalizarla. Le gustaba retratarla y verla desnuda. Creía que su piel revelaba el costado sentimental, frágil que tanto le costaba mostrar. Ante sus ojos, el desnudo era tan hermoso como simbólico. Mientras tanto, ella palabreaba sobre los hombres y la prisión que representan las relaciones sociales. “La libertad la entiendo como una construcción cotidiana, en la que se debate y pelea para ser uno día a día, pero distinto. La libertad está anclada en la reinvención de uno mismo”. Solía hacer eso, de estigmatizar al hombre por la presión social de encontrarse en permanente cambio para no volverse un eterno parásito, o una piedra. Y a veces acordaba, y algunas otras detestaba su reducir las relaciones a simples transacciones. Ella era pragmática, él siempre dejaba un poco de aire entre el suelo y sus pies.
     Trazaba sus cantos con quisquillosa delicadeza y precisión, pues era su parte preferida. La había pintado una y mil veces, tras una y mil discusiones y reconciliaciones. Era difícil lidiar con quien creía saber y poderlo todo. Pero esas piernas. Esas piernas.
Había leído en algún lado que mejor que tener una musa es haberla perdido. Por eso guardaba una y mil pinturas. Ella posaba como si fuera su trabajo, con un tedio en su exhalar que habría matado todo a su paso. Afortunadamente, tenía la figura de quien vibra de pasión.
    Intentar inmortalizarla era en vano. Ambos sabían que no duraría mucho más. Una mujer hermosa es aquella que recibe oxígeno y devuelve, así sea casi imperceptible, luz. Sus piernas eventualmente se pudrirían, y el trazo sería más tosco. Él cargaba con la culpa de comprender que ella no sería por mucho más. La dibujaba para alargarle la vida. “Una pincelada, un latido” pensaba. Quería que entendiera, pero no lograba hacerla flotar. Hervía de furia al no poder sacar la espada de la piedra. Le molestaba que ella, como figura, condicionara el fondo y no a la inversa. Porque su amor no había sido más que una transacción. Un acuerdo entre cielo y suelo que se había renovado una y mil veces y que, de no haber sido por esos cantos, se habría muerto hace cientos de cuadros.
-          Pintar es mi dejar ir.
-          Está bien, lo entiendo.
-          ¿Si? Porque a veces creo que no te interesa y hasta te cansa ser mi aliento.
-          Lo entiendo porque hay que canalizar, porque así es la vida. Porque vos creés que yo soy más que una chica parada acá, pensás que con algunos cuadritos vas a impedir que se me pudran las piernas, que no cambie nunca, impedir que deje de ser libre. Porque no querés entender que respirar no es más que inspirar y expirar.
Pasó un último pincel por su pelo y así, sin más, la vio convertirse en piedra.